En 1884, el poeta Paul Verlaine publicó un libro titulado Los poetas malditos en el que abordaba la obra de seis poetas franceses que habían sido relegados por una sociedad que los desdeñaba y que era incapaz de entenderlos. Corbière, Rimbaud, Mallarmé, Desbordes-Valmore y Villiers de L’Isle-Adam fueron los elegidos, y el autor aprovechó un capítulo para hablar sobre “pauvre Lelian”, un anagrama de su nombre.
El título de “poeta maldito” fue tomado del poema Bendición de Charles Baudelaire que inicia su obra Las flores del mal, y la categorización de los poetas se basó en el hecho de que su genio también albergó la maldición que los condujo al hermetismo y el aislamiento social. Su maldición no sólo provenía de la indiferencia de la sociedad, sino también de cuestiones morales y espirituales, problemas que la naturaleza generaba sobre ellos y los que ellos mismos se infringían. El propio Verlaine se sabía maldito: alcohólico, golpeador, abusador y con sífilis.
El término inicialmente se utilizó para describir a los poetas incluidos dentro de la obra de Verlaine, aunque pronto su uso se amplió para describir a escritores o artistas cuyo trabajo y forma de vida fuera en contra de la sociedad. Los poetas malditos originales siguen despertando gran interés entre los amantes de la poesía, y ante la atemporalidad de su obra, te compartimos una recopilación de poemas de los hombres , y la mujer, cuyo legado se salvó de la maldición del olvido. Villiers de L’Isle-Adam no fue incluido debido a que su trabajo más conocido fue de relato.
Arthur Rimbaud
El baile de los ahorcados
En la horca negra bailan, amable manco,
bailan los paladines,
los descarnados danzarines del diablo;
danzan que danzan sin fin
los esqueletos de Saladín.
¡Monseñor Belzebú tira de la corbata
de sus títeres negros, que al cielo gesticulan,
y al darles en la frente un buen zapatillazo
les obliga a bailar ritmos de Villancico!
Sorprendidos, los títeres, juntan sus brazos gráciles:
como un órgano negro, los pechos horadados,
que antaño damiselas gentiles abrazaba,
se rozan y entrechocan, en espantoso amor.
¡Hurra!, alegres danzantes que perdisteis la panza,
trenzad vuestras cabriolas pues el tablao es amplio,
¡Que no sepan, por Dios, si es danza o es batalla!
¡Furioso, Belzebú rasga sus violines!
¡Rudos talones; nunca su sandalia se gasta!
Todos se han despojado de su sayo de piel:
lo que queda no asusta y se ve sin escándalo.
En sus cráneos, la nieve ha puesto un blanco gorro.
El cuervo es la cimera de estas cabezas rotas;
cuelga un jirón de carne de su flaca barilla:
parecen, cuando giran en sombrías refriegas,
rígidos paladines, con bardas de cartón.
¡Hurra!, ¡que el cierzo azuza en el vals de los huesos!
¡y la horca negra muge cual órgano de hierro!
y responden los lobos desde bosques morados:
rojo, en el horizonte, el cielo es un infierno…
¡Zarandéame a estos fúnebres capitanes
que desgranan, ladinos, con largos dedos rotos,
un rosario de amor por sus pálidas vértebras:
¡difuntos, que no estamos aquí en un monasterio!
Y de pronto, en el centro de esta danza macabra
brinca hacia el cielo rojo, loco, un gran esqueleto,
llevado por el ímpetu, cual corcel se encabrita
y, al sentir en el cuello la cuerda tiesa aún,
crispa sus cortos dedos contra un fémur que cruje
con gritos que recuerdan atroces carcajadas,
y, cómo un saltimbanqui se agita en su caseta,
vuelve a iniciar su baile al son de la osamenta.
En la horca negra bailan, amable manco,
bailan los paladines,
los descarnados danzarines del diablo;
danzan que danzan sin fin
los esqueletos de Saladín.
Primera velada
Desnuda, casi desnuda;
y los árboles cotillas
a las ventanas arrimaban,
pícaros, su fronda pícara.
Asentada en mi sillón,
desnuda, juntó las manos.
Y en el suelo, trepidaban,
de gusto, sus pies, tan parvos.
-Ví cómo, color de cera,
un rayo con luz de fronda
revolaba por su risa
y su pecho -enla flor, mosca,
-Besé sus finos tobillos.
Y estalló en risa, tan suave,
risa hermosa de cristal,
desgranada en claros trinos…
Bajo el camisón, sus pies.
-¡Basta, basta! –se escondieron.
-¡La risa, falso castigo del primer atrevimiento!
Trémulos, pobres, sus ojos
mis labios besaron, suaves:
-Echó, cursi, su cabeza
hacia atrás: <<¡Mejor, si cabe…!
Caballero, dos palabras…>>
-Se tragó lo que faltaba
con un beso que le hizo
reírse… ¡qué a gusto estaba!
-Desnuda, cas desnuda;
y los árboles cotillas
a la ventana asomaban
pícaros, su fronda pícara.
Paul Verlaine
Soñé contigo esta noche
Soñé contigo esta noche:
te desfallecías de mil maneras
y murmurabas tantas cosas…
Y yo, así como se saborea una fruta
te besaba con toda la boca
un poco por todas partes, monte, valle, llanura.
Era de una elasticidad,
de un resorte verdaderamente admirable:
Dios… ¡Qué aliento y qué cintura!
Y tú, querida, por tu parte,
qué cintura, qué aliento y
qué elasticidad de gacela…
Al despertar fue, en tus brazos,
pero más aguda y más perfecta,
¡exactamente la misma fiesta!
A una mujer
A usted, estos versos, por la consoladora gracia
de sus ojos grandes donde se ríe y llora un dulce sueño;
a su alma pura y buena, a usted
estos versos desde el fondo de mi violenta miseria.
Y es que, ¡ay!, la horrible pesadilla que me visita
no me da tregua y, va, furiosa, loca, celosa,
multiplicándose como un cortejo de lobos
y se cuelga tras mi sino, que ensangrienta.
Oh, sufro, sufro espantosamente, de tal modo
que el primer gemido del hombre
arrojado del Edén es una égloga al lado del mío.
Y las penas que usted pueda tener son como
las golondrinas que un cielo al mediodía,
querida, en un bello día de septiembre tibio.
Stéphan Mallarmé
Esta noche
La sombra amenazaba ya con su fatal ley
a un viejo afán que mis vértebras ha deshecho;
triste por perecer bajo el fúnebre techo
sus alas posó en mí. ¡Ay, sala de carey
y de ébano, capaz de sobornar a un rey,
la Muerte las guirnaldas de gloria ha contrahecho
y es mentira tu orgullo para que el satisfecho
de fe, vive alejado de la equivoca grey!
Sé que en la inmensidad de esta noche, la Tierra
arroja un resplandor de misterio que yerra
a través de los siglos, cual fulgido remedio.
El idéntico, espacio, anulado o crecido,
a los testigos fuegos muestra desde su tedio
que en un astro, entre fiestas, un genio se ha encendido.
Angustia
Hoy no vengo a vencer tu cuerpo, oh bestia llena
de todos los pecados de un pueblo que te ama,
ni a alzar tormentas tristes en tu impura melena
bajo el tedio incurable que mi labio derrama.
Pido a tu lecho el sueño sin sueños ni tormentos
con que duermes después de tu engaño, extenuada,
tras el telón ignoto de los remordimientos,
tú que, más que los muertos, sabes lo que es la nada.
Porque el Vicio, royendo mi majestad innata,
con su esterilidad como a ti me ha marcado;
pero mientras tu seno mi compasión recata
un corazón que nada turba, yo huyo, deshecho,
pálido, por el lúgubre sudario obsesionado,
¡con terror de morir cuando voy sólo al lecho!
Marceline Desbordes-Valmore
Separados
No me escribas. Estoy triste, desearía morirme.
Los veranos sin ti son como noche sombría.
He cerrado los brazos, que abrazarte no pueden,
invocar mi corazón, es invocar la tumba.
¡No me escribas!
No me escribas. Aprendamos únicamente a morir en nosotros.
Pregunta sólo a Dios…, sólo a ti mismo, ¡cómo te amaba!
Desde tu profunda ausencia, escuchar que me amas
es como oír el cielo sin poder alcanzarlo.
¡No me escribas!
No me escribas. Te temo y temos mis recuerdos;
han guardado tu voz, que me llama a menudo.
No muestres agua viva a quien beberla no puede.
Una caligrafía amada es un retrato vivo.
¡No me escribas!
No me escribas dulces mensajes: no me atrevo a leerlos:
parece que tu voz, en mi corazón, los vierte:
los veo brillar a través de tu sonrisa;
como si un beso, en mi corazón, los estampara.
¡No me escribas!
Las rosas de Saadi
Quise hoy de mañana regalarte unas rosas
pero tantas me puse en mi traje ajustado
que los nudos apenas pudieron contenerlas.
Y saltaron los nudos. Y volaron las rosas
con el viento hacia el mar: me habían abandonado.
Y siguieron y el agua no quiso devolverlas.
Volviese roja el agua, pareció llamarada.
Esta noche mi ropa sigue aún perfumada…
Ven y respira en mí su fragante llamada.
Tristan Corbière
Pobre Muchacho
El, que altivo silbaba su tonada en falsete,
Se humillaba ante mí: lo veía buscar…
No encontrar…, me gustaba percibir la torpeza
De este héroe que no supo descubrir que me amaba.
Sobre su corazón tempestuoso alcé
Cabrillas. Él miraba… ¿Eso lo consumía?
¡Qué instrumento tan reacio a dejarse pulsar,
Un poeta!… Y pulsé. Yo pulsé y me gustaba.
¿Ha muerto?… Era un muchacho, por lo demás curioso.
¿Tomó excesivamente en serio su papel?
Sin decírmelo… al menos. –Porque ha muerto, ¿de qué?…
¿Acaso se dejó vaciar de poesía?…
¿Moriría de tisis, de beber o de chic?
O quizás, finalmente: de nada…
O bien de Mí.
A una camarada
¿Qué estás buscando en mí, mujer tres veces ninfa ?…
¡Y yo que te creía una niña tan buena!
–¿El amor?… –Adelante: ¡busca, coge, saquea!
¡Quererme tú también!… ¡yo que te tanto te amé!
¡Oh, sí, te quise como… el lagarto que muda
Quiere al rayo de sol que caldea su sueño!…
Entre tú y yo el amor parece alicaído:
–¡Eh! ¡Delante de mí que se aparte mi sol!
Este amor que es el mío, no quiere que lo quieran;
Mendigo, tiene miedo de que alguien lo escuche…
Es un pobre andrajoso, es, en fin, un bohemio
Que sólo se alimenta de ayuno y libertad.
¿Acaso menudencia, bibelot o capricho?…
Es posible: él es raro –y es su único bien–
Pero un bibelot roto, se puede reparar;
¡En cambio él, despegado, ningún valor tendrá!…
¡Vete, no derribemos la puerta entreabierta
Hacia un paraíso fatigado en exceso!
Guardémosle a la verde manzana de otros tiempos
Su piel, bajo el disfraz de fruta prohibida.
¿Pero qué nos hicimos el uno al otro, dime?…
–No nos hicimos nada… –Quizá sea por eso;
–¿Quién fue el que comenzó? –Yo no, ¡soy un bendito!
Más tarde, quién dirá: ¡Ya se acabó! –eso es todo.
Los dos, sin duda… –Y tú puedes estar segura
De que soy todavía el más equivocado:
Ya que si, por error, o por casualidad
No me engañases tú… yo me habría engañado.
A esto lo llamaremos: una amistad tranquila;
Puesto que el amor quiere decir su último adiós.
No confiemos mucho, oh cara malquerida…
–¡Son siempre demasiado ciertas esas mentiras!…
Podríamos, al menos, dejar de maldecirnos
–Si te parece bien– diez minutos después.
Morir de esto sería para caerse de risa…
¡Ah, tu risa tan tierna, la que yo tanto amé!