Un hombre solitario vaga por los pasillos del Louvre. Afilando la mirada, descifra los trazos, memoriza las formas y va esbozando en su mente sus propios bocetos. Su nombre es Eugène, y él, como muchas otras almas contrariadas, es atravesado por esa tensión creadora que se proyecta en su labor pictórica con fuerza y pasión. Su vida discurrió en la transición de una revolución que puso fin al régimen feudal y la consolidación del Estado burgués en Francia; suceso que inmortalizó en el arte con una de las primeras pinturas políticas de la época moderna: “Libertad guiando al pueblo”.
Poético y sugestivo, Eugène Delacroix fue un alma arrebatada por el fulgor del romanticismo. De su infancia en Marsella y Burdeos, llegó a París, después de que su padre Charles Delacroix murió. En París ingresó al Liceo Imperial para comenzar sus estudios de pintura en 1813, para 1814, al morir su madre, queda huérfano y al cuidado de su hermana Henriette. Rebelde y desdeñoso de la academia, se instruyó bajo las enseñanzas de uno de sus maestros más admirados: Théodore Géricault. Sin embargo, la pasión de los espíritus creativos lo consumió, e inconforme con las técnicas y propuestas de su época, apostó por conocer otras tierras y otros estilos que le dieron su carácter polifacético. Amante de frecuentar el ambiente bohemio, Delacroix se dejó llevar también por otras pasiones y compañías, como la música y la literatura, que enriquecieron su propia labor como pintor.
Conocido y amigo de otros grandes artistas como Paganini, Chopin, Schubert, Stendhal, Victor Hugo, Dumas, Baudelaire, su alma se halló en sintonía con las mismas pasiones que poseen a estos músicos y literatos. En algunas obras, el pintor imprimió retratos o representaciones de estos clásicos como en “Dante y Virgilio en los infiernos”.
Seducido y ávido por conocer más del mundo artístico, viajó a Inglaterra y más adelante a África, tierras lejanas que le aportaron no sólo nuevas técnicas sino temáticas. Ya para este momento sus personajes vacilaban entre la fantasía grotesca y la perfección; lo mismo sucedió con los lugares que retrató, reflejo de un espíritu apasionado de los recovecos medievales y los palacios góticos. Los pasos de Delacroix no cesaron y se enriquecieron de otras tierras, que le dieron matiz a su pintura, no sólo en relación a la técnica, sino el conocimiento de otras culturas.
Delacroix pintó con pasión y en sus pinceladas de tonos coloridos y exóticos tintes, se revelan voces de otras tierras. En África, el artista encontró la pasión por retratar escenarios, personajes y sucesos que revelan su amplia visión el mundo. Además logró retratar miedos, dolores, valentía y rabia con un potente dramatismo, movimiento y exotismo en sus escenas. Eugène aderezaba sus obras a detalle con pinceladas para mostrar realidades históricas y literarias, aunque no necesariamente sus cuadros contienen temas definidos; inspirado en formas, colores, luces, para él ese es el verdadero valor que inspira sus cuadros: “cuando he hecho un bello cuadro, no he escrito un pensamiento”.
Delacroix vagaba como un hombre inquieto y un ojo agudo de su época, sus cuadros reflejan la grandeza de una mente estructurada que eligió bien sus arrebatadoras escenas y las plasmó sin dubitaciones en cuadros severos. El ojo de Delacoix funcionaba a manera de una cámara de su época: apuntaba, disparaba y retrataba imágenes innombrables, como su cuadro “La Matanza de Quíos”, en la cual se muestra el derramamiento de sangre de las masacres ejercidas por los turcos.
En su viaje a Argelia y Marruecos no sólo fue un extranjero asomándose a una realidad en la que buscó rastros de las antiguas civilizaciones, sino un aprendiz del misterio que entrañan sus personajes y sus paisajes. Un mundo que plasmó en más de 100 dibujos a su vuelta a París y que sirvieron como base para sus posteriores estudios de la forma del cuerpo. Era minucioso y sensible, características que se reflejan en las formas humanas que retrató. De igual manera, en relación a los paisajes, Delacroix aprendió de John Constable y retomó del famoso paisajista inglés el juego de luces y sombras para acentuar sus cuadros y mejorar los propios.
Cuando Delacroix pintó “Libertad guiando al pueblo”, lo hizo porque no pudo estar en las barricadas de la revolución: “si no he luchado por la patria, al menos pintaré para ella”. Y es que el romanticismo de Eugène Delacroix no estaba, como decía Baudelaire, en los temas que elegía, sino en la forma de sentirlos. El pintor se empeñó en la técnica por el valor no sólo de representar, sino de comunicar un sentimiento; de la misma manera, delineó a sus personajes y gestos con la maestría de proyectar aspectos simbólicos como el dolor, el amor, el sufrimiento, la muerte y las pasiones propias que exaltó bajo su estilo romántico.
Su intención al plasmar en una escena pictórica la Revolución Francesa, una batalla libertaria que tuvo como cabeza a la burguesía pero fue encarnada por el pueblo, es mostrar al mundo una lucha que definitivamente impactó más allá de las fronteras de Francia y dio la vuelta al mundo por su carácter anti monárquico. Los simbolismos que usó como la figura femenina de una muchacha del pueblo con el pecho descubierto de un vestido desgarrado como alegoría de protección materna y sensualidad, encarna la fuerza del llamado a la libertad de la nación. Delacroix, este huérfano e hijo de la Revolución Francesa, revolucionario para 1830 y contrarevolucionario en las revoluciones obreras de 1848, nunca sabría que en el Louvre, ese museo que recorría de joven, albergaría la obra cumbre que lo inmortalizó al lado de los cuadros de los grandes pintores por los que sentía gran admiración.
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