Guardé sus llaves y su celular en mi mochila. Lo vi atado a la cama, con un par de bufandas porque creyó que la soga le lastimaría las manos y me pidió que no la usara; miré a mi alrededor, repasando con la mente la idea que tenía del secuestro, y pensé que no faltaba nada. Sonreí satisfecha.
—Te ves muy cansada. —Claro que lo estaba, había llegado en bici hasta su casa—. ¡Debí haber ido por ti! Ven, acuéstate.
—No, se supone que ahora debería…
—Qué ridícula, ya me tienes amarrado. Ven a descansar un rato.
La verdad es que tampoco sabía qué hacer, así que accedí y me acosté a su lado.
—¿Me puedes abrazar?
Pasé mi brazo derecho por su pecho y recargué la cabeza en su hombro.
—Oye, ¿dónde dejaste tu arma?
—Mmm… No pensé que necesitara una.
—Eres la peor secuestradora del mundo, ¿lo sabes? Pero tienes mucha suerte de que yo esté aquí. Hay un revólver en la cajita amarilla que está abajo de la cama; búscalo.
—Preferiría no hacerlo.
—Pero yo no te pregunté, ¿o sí?
Tuve miedo de desobedecer. Metí la cabeza debajo de la cama, vi la caja amarilla y la tomé.
—Ábrela y revisa el revólver, no sé si está cargado.
—No sé cómo.
—De verdad, eres muy afortunada. Desátame. ¿Por qué tiemblas? No te voy a hacer daño. Te voy a enseñar.
Puse el revólver en sus manos luego de desamarrarlas.
— Mira. —Lo puso de lado para mostrarme las balas—. Se nota a distancia, ¿verdad, tonta? Ahora mira.
Quitó el seguro. Me apuntó a la frente.
—Está fácil. ¿Lo quieres intentar?
Dije que no con la cabeza.
—¿Tienes miedo?
Los ojos se me llenaron de lágrimas.
—¿A qué le tienes miedo?
Una serie de imágenes pasó vertiginosamente por mi cerebro: fantasmas, payasos, cucarachas, el rostro furioso de mi papá, ecuaciones lineales, serpientes, el chupacabras, policías, automóviles, jeringas, Kant, tiburones, el coco. Oscuridad.
—Dime. Quiero saber.
Se acercó para morderme el cuello y recargó el cañón del revólver en mi espalda.
—A que me mates. ¿Te gusta?
—Mucho.
Subió por mi cuello sin despegarse de mi piel hasta llegar a mis labios y morderlos también. Deslizó el revólver y lo recargó en mi cabeza.
—Pum.
Siguió deslizándolo y hundió el cañón en mi mejilla derecha.
—Pum.
Izquierda.
—Pum, pum.
Pegó el cañón a mi boca y clavó su mirada en mis ojos.
—Abre.
Separé los labios y sentí el metal frío rozarme la lengua. Nunca antes mi corazón había latido tan rápido. Busqué alguna señal en su rostro, algo que me invitara a creer que no sería capaz de dispararme, que no tenía motivos para hacerlo; una mueca, un guiño, una muestra de compasión hacia el terror que me provocaba. No encontré nada. Cerré los ojos y apreté su rodilla con todas las fuerzas que me quedaban.
Aseguró el revólver. Lo sacó de mi boca para dejarlo caer y yo me lancé a sus brazos.
—No sabes cómo me prende que me perdones la vida.