Yo caí ante este abismo, instantáneamente, como un hombre
que resbala de una roca y se precipita en el océano.
Atracción extraña, irresistible.
–Dr. Atl
El cuarto movimiento del sol, justo cuando los ciclos del cosmos se renuevan, era el que Nahui Olin llevaba en el nombre Y el alma. Su erotismo brutal, casi violento, enamoró a decenas de hombres que no sólo la desearon, también la recrearon en pinturas, poesía y sueños. Carmen Mondragón, pintora y poeta mexicana del siglo XIX mejor conocida como Nahui Olin, fue musa, inspiración y muerte. Su inteligencia la convirtió en una mujer que muchos aseguraran, hubiera podido conversar con Einstein sobre la relatividad. Su ingenio y creatividad la volvieron parte de numerosas obras como la del novelista Homero Aridjis, el poeta Tomás Zurián, la biógrafa Adriana Maldivo, el muralista Diego Rivera, el fotógrafo Henri Cartier Bresson y el escritor Alain Paul Mallard, quien recreó una novela sobre la enfermiza y tormentosa relación entre una mujer en erupción y un pintor de volcanes.
Olin fue una mujer de lava y Gerardo Murillo Coronado, pintor y escritor mexicano mejor conocido como Dr. Atl, fue el vulcanólogo que se obsesionó con cristalizar su magma. Ambos se enamoraron de forma devoradora, aunque a Olin siempre le costó más trabajo aceptarlo, pues todos fueron suyos, pero ella no fue de nadie. En 1921 se conocieron dos flamas que sacudieron al mundo, Carmen y Gerardo, artistas consagrados, creativos entregados y amantes apasionados. Los dos sin control de sus propios actos, con más discusiones que cordura y tantas reconciliaciones como noches locas.
“Autorretrato” – Dr. Atl
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“Nahui Olin” – Dr. Atl
El pintor de volcanes se dejó llevar por la belleza del único montículo de fuego que no logró comprender. El artista mexicano estudió, pintó y conquistó todos los cráteres que quiso. Murillo escaló el Popocatépetl, trepó el Iztaccíhuatl y presenció el nacimiento del Paricutín en 1943, pero jamás logró dominar el corazón de Nahui Olin. A ella no la motivaba nada más que su propia locura, misma de la que el Dr. Atl se prendió irremediablemente. Cuando el fotógrafo Edward Weston retrató los prodigiosos ojos de la escritora, el Dr. Atl se perdió en esa mirada y mientras Antonio Garduño capturó la divinidad del cuerpo de aquella diosa, Murillo se odió por haberse enamorado de un mujer como ella: libre y loca. Para el poeta no había nada más hermoso que las cuencas azules de la poetiza, pero para Olin atarse a un solo corazón era prácticamente imposible.
En el libro de Mallard se exponen varias de las diferencias que había entre la pareja: temperamentales, sociales, artísticas, anímicas y de edad. Su relación era tan intensa como inestable, como un volcán a punto de estallar. En las biografías de Olin se cuenta que durante las fiestas que ambos organizaban ella recibía a sus invitados completamente desnuda. Entre dibujos a lápiz, copas de vino y música, Murillo la incitaba a beber y a consumir drogas. Por lo que a ojos de la propia Nahui él fue quien la volvió loca, su pensamiento creativo se convirtió en un mar de celos, su belleza se manchó de cólera y su alma se desgarró después de cien pleitos.
Ella le escribió más de 200 cartas y él la pintó múltiples veces, su amor fue desdicha y esplendor. Sus encuentros sexuales eran tan vehementes como sus peleas y aún detrás de todo el ardor de su relación, Murillo fue un mentor que pulió la pintura y poesía de Olin como ningún otro artista. La mujer a quien se le acusó de haber matado a su propio hijo, un bebé que murió durante un viaje que la hermosa pintora hizo con su esposo Manuel Rodríguez Lozano –quien la culpó de haber estrangulado a la criatura en un arranque de locura– fue la misma por la que Murillo enloqueció. Como todos los que la conocieron, él no supo si debía admirar a la que varios consideraron la primera feminista que nunca se dejó limitar o aborrecer a la que posaba desnuda para otros pintores y fotógrafos con el fin de celebrar su libertad.
La dupla que conformaron el Dr. Atl y Nahui Olin fue la más excéntrica y absorbente de todas las que ambos vivieron con otras parejas. Los celos, el libertinaje, la locura, infidelidad, envidia y otros males, los llevaron a la desgracia. Para Murillo parecía no haber nada más después de la poeta mexicana, pero para ella era muy fácil saltar de un par de brazos a otro. Eugenio Agacino, marino español, fue la pareja por la que Olin abandonó al destrozado vulcanólogo. Cuando parecía haber encontrado la calma en una relación menos pasional, pero más tierna y racional, Agacino murió durante uno de sus viajes a Cuba.
“Nahui y Agacino bailando en la proa del barco Habana, en Nueva York” – Nahui Olin
Ese momento fue el final para aquella mujer en erupción; su calor se apagó, su lava se cristalizó y su belleza se esfumó. La soledad y los fatídicos recuerdos de su tormentosa relación con Murillo y su incompleta historia con Agacino, la mataron poco a poco. La que fue fuego, perfección y talento, todo en un mismo y hermoso cuerpo, se convirtió en varias leyendas de las que muchos se mofaron. Olin no se cansó de repetirle a quien quisiera oírla que Atl era un “pinche mediucho cabrón”, en sus ojos sólo quedó la ira de una mujer sola y la tristeza de una juventud anhelada.
Nahui Olin
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Nahui Olin
Cuando Murillo murió una vieja y devastada Olin apareció frente a su velorio en Bellas Artes. Aquella mujer de belleza hipnotizante y artista de potencial inigualable, se transformó en la sombra de sus desamores. El odio más grande sobre la Tierra fue el de dos que se amaron de forma enfermiza y tormentosa, mismos a quienes el fuego avivó para después consumirlos hasta la muerte.
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Referencia:
La Jornada