Mujer de fuego, mujer de gracia y de locura. Hasta la muerte fue para Picasso una fuente de juventud, con sus lidias de amor y sus peleas diabólicas. Jacqueline supo vivir a Picasso y vivir su pintura.
Hélène Parmelin
Jacqueline Roque tenía 27 años cuando se enamoró de Pablo Picasso. Él rondaba los 74 y la diferencia de edades logró que la calificaran como una de las musas más abusivas del pintor. La más odiada de todas, quien se quedó hasta el final de la vida del artista entre la frase de Picasso: “Has entrado en sacerdocio. Me llamarás monseñor”. Sumisa y abnegada, tenía una relación tortuosa con la familia del pintor. Nadie la quería ni la aceptaba, pero sin duda su amor traspasaba todo.
Cuando Picasso yacía en cama, recaído y enfermo, fue ella quien cuidó de él a cada instante. Quien lo bañaba entre esponjas y agua tibia para menguar el dolor que la vejez provocaba en el artista que años atrás había transformado el arte. Entre los dolores y achaques de Picasso, Jacqueline comenzó a beber tanto como podía. La agonía del pintor no sólo parecía afectarlo a él, sino que ella, triste y con el deceso próximo de quien alguna vez imaginó compartir la eternidad, la hizo presa del desencanto de la vida.
Era abril y la noticia de la muerte de Picasso parecía un eco anunciado que resonaba con fuerza. Una tarde, el pintor simplemente dejó de existir, pero el sufrimiento de su musa permaneció por el resto de su vida. Con una profunda depresión, Jacqueline vivía como si ya estuviera muerta. Nunca superó encontrarse completamente sola y una madrugada, simplemente se disparó en la sien.
Antes de conocerla, Picasso había asegurado que nunca se había enamorado. Pero aún así, sin rendirse ante la profundidad e intensidad del verdadero amor, cuando conoció a Jacqueline no dudó en convertirla en su musa, en su cuidadora y modelo para algunas obras. En marzo de 1961, Jacqueline y Picasso se casaron, para ese entonces el pintor tenía 80 años y ya habían vivido juntos durante siete.
Ella se había casado con André Hutin a los 22 años. Vivió en Burkina Faso y tuvo una pequeña niña. Después de cuatro años, decidió divorciarse y regresar a Francia tras sospechar que su esposo le era infiel. Se instaló en la Riviera francesa para trabajar en la tienda de su prima y cuando tenía 27 conoció a Picasso. El malagueño se encantó con los rasgos de Roque, quien le recordaba a “Las mujeres de Argel”, de Delacroix. Decidió hacer una versión propia llamada “Mujer vestida de turca”.
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Se casaron en secreto, musa y pintor comenzaron una relación serena y sensata. Antes de Jacqueline, las siete mujeres de Picasso habían terminado odiándolo, llenas de rencor y decepción ante la desmedida pasión del pintor. Picasso, listo para sacar su miembro y disponer de cuantas mujeres se pusieran frente a él con tal de saciar su sed erótica; sin embargo, las cosas fueron completamente opuestas para Jacqueline. Él en realidad podía fungir como monseñor debido a una operación que lo dejó impotente. La castración le permitió a Jacqueline amarlo con intensidad, volverse su compañera de una manera enternecedora en lugar de vivir los arrebatos salvajes a los que estaba acostumbrado el pintor.
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La química entre ambos era pura. Eran cómplices, amantes y compañeros eróticos. Picasso significó sus más grandes anhelos en Jacqueline y ella no hizo más que idolatrarlo hasta después de su muerte: “Ella pensaba que él era Dios y él pensaba que era Dios. Los dos estaban enamorados de él”, según Barbara Rose. Su relación duró 20 años, más que cualquier otra para el malagueño. En sus cuadros de esa época, Picasso pintaba con desenfreno romántico, sus cuadros estaban llenos de amor, sus trazos eran libres y él estaba en paz.
A ella no le importaba el mundo sin él. Su hija sufría los descuidos de una madre que prefería supervisar la vida social del artista, darle amor y atender sus llamadas que preocuparse por una niña que no consideraba parte de su vida. Pero la vida no fue tan sencilla para ella. La acusaron de ser manipuladora, avara y que confabulaba para que los amigos del pintor se alejaran de ellos, como sucedió con Gilot. Nadie podía acercarse a la intimidad de Picasso y, aseguran, se convirtió en una experta en alejar a todos de la villa del artista en Cannes, sobre todo a sus hijos y nietos. En el funeral prohibió la entrada de los herederos y una serie de obsesiones se apoderaron de ella.
Cuando el pintor murió, se aisló durante tres años y cuando salió, lo hizo para pelear por la herencia intestada del pintor. Jacqueline fue la menos querida de las amantes de Picasso. No quiso vender su obra y en 1982 donó 41 piezas a Barcelona sin ninguna recompensa. Dos años después, en su castillo Notre-Dame de Vie, se suicidó. El fotógrafo Douglas Duncan metió en su ataúd una foto de Picasso y ella para que así estuvieran juntos por toda la eternidad.
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No sólo Jacqueline cambió su vida completamente al ser la musa de Picasso, Françoise también sufrió un infierno a su lado. Da click aquí para conocer su historia.