El siguiente cuento de Andrea Monroy nos relata cómo están hechos a la perfección los encuentros:
Algunas semanas atrás me había inscrito a un curso de Antropología Antigua. Quedarme después de clases y regresar a casa sola era algo que no me gustaba, pero quería aprender un poco de los antiguos seres y manejar términos diferentes a los que oía en mis clases. En fin, el año había comenzado. Era enero y el frío aún caía por las mañanas. En la tarde la temperatura subía y los suéteres y chamarras quedaban de lado.
El primer día me pareció eterno. Aunque la clásica presentación ante mis compañeros consumió la mayor parte del tiempo y sólo quedaba media clase por terminar. El reloj marcó las 2 de la tarde y por fin mi casa esperaba. Así transcurrieron alrededor de dos semanas y todo estaba igual. El ambiente se convirtió en algo agradable. Las formas del cuerpo con anatomía de huesos viejos, grupos étnicos y algunas costumbres y tradiciones que hoy son tabúes, era lo que mi profesor desarrollaba clase con clase.
Algo llamó mi atención. O viceversa. No sé bien aún cómo se pudo dar, pero unos ojos color miel no dejaban de verme. Al instante me sonrojé en cuanto se cruzaron sus claros ojos y los míos. Me parecía tan tímido que ni siquiera se acercaba a saludarme. No duró mucho tiempo porque al paso de dos días me dejó estática con un Hola. Sólo pude reaccionar con un asentamiento de cabeza. Su media sonrisa me cautivó. La clase estaba por iniciar.
El profesor necesitaba un voluntario para sacar unas fotostáticas de la biblioteca que utilizaría con el resto del grupo. Me ofrecí a ir por ellas. La sorpresa fue grande cuando una mano rodeó mi cintura y otro Hola. Puso sus ojos como platos. Esos ojos miel, cabello claro y estatura imponente. Caminamos hasta el salón no sin antes decirme su nombre y conseguir el mío. Como un mago sacó una paleta de colores y me la dio. De nuevo su sonrisa me dejó sin palabras. Sonreí. Empujé la puerta para entrar al salón.
Durante más de una semana llegaba puntual al pie de mi edificio. Leía y releía los comportamientos humanos en diferentes países acompañados de The Beatles con un submarino amarillo. Sus ojos miel siempre llegaban tarde. Quería encontrarlo y demostrar que en realidad no era tan callada como parecía. Demostrarle que mis temas de conversación eran importantes y que podía llamar su atención como él de la mía.
Era viernes. Llegué corriendo y la puerta estaba cerrada. Indicador de que no podría entrar a clases. No sería tan importante pues era la primera vez que faltaba. Di media vuelta y tiré un balón de futbol que venía entre una camisa a cuadros. Llegamos tarde. ¡Claro! Cómo no lo pensé antes. La manera ideal de poder reencontrarnos sin bancas ni cuadernos de por medio. La plática se dio. Y como si me conociera de siempre, me contó toda su vida en un lapso tan pequeño que para mí fue enorme. Volvieron a dar las 2 de la tarde, tenía que volver a casa. Se ofreció a llevarme a la parada del autobús. Con gran alegría dije que sí, un hasta luego y nos intercambiamos los números. Después le dimos fin a una charla amena.
Estaba por terminarse el curso. Las tareas, los proyectos y una horrible gripa me había acompañado por dos días. La rutina era simple. Salía de clases y él me llevaba a la parada. Nada extraordinario. El fin del año escolar llegaba junto con mis vacaciones de verano. No había indicios de un interés más allá de una amistad. Pero lo que causaban esas manos al decirme adiós y la gran cantidad de dulces que me llevaba a diario, me alucinaban y motivaban a seguirlo viendo.
Transcurrió más de una semana y las calificaciones finales se hicieron llegar. Él ya no. Desapareció y fue raro. Pregunté al profesor y me dijo que se había dado de baja sin motivo. Estaba decepcionada. Sabía que en algún momento tendría que pasar. Lo tomé con tranquilidad y dije adiós a mi amada antropología.
Mi madre consiguió unas vacaciones en el sur de la república. El mar, la arena y una sombrilla hicieron que olvidara para pensar en lo nuevo que me esperaba.
Un sábado escogimos un recorrido nocturno hacia las ruinas del lugar. Algunos animales formarían parte del tour. Antes de irnos, tomé el celular y quedé atónita. Llegó un mensaje instantáneo de él. Deseaba hablar conmigo. Distraída caí en cuenta de que había logrado conservar mi número. El resto de las vacaciones me aguardaban y mis conversaciones habían regresado.
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Las fotografías que acompañan al texto pertenecen a Greg Pths