A Fany
Tuve una mosca por mascota. La llamé Aristóteles. Aunque su vida fue corta, ínfima si la comparamos con la cantidad de días que yo he vivido, siempre fue más sabia que yo. Sería por el nombre. Desde su frasco me observaba con sus múltiples ocelos, meditaba, no decía ni pío; si me enjuiciaba, lo hacía con cautela; nunca me recriminaba si la saludaba o no, tampoco exigía comida, no le importaban mis amistades ni mi mal aliento. Mi mosca era una compañera perfecta. No se quejó ni siquiera cuando le arranqué las alas, convencido de que le estorbaban al saberse irremplazable en un hogar, así fuera un frasco cubierto con el trozo de alguna media femenina hallada en la casa de mi madre, el día que falleció (el mismo en que atrapé a Aristóteles). Mi insecto era tan inteligente que decidió callar y practicar nuevas rutas por las paredes del frasco haciendo uso de sus patas. Subía y resbalaba, subía y resbalaba. Al caer, se erguía y me miraba. Yo entendí que deseaba librarse de ese círculo vicioso que instaba a pensar en un mensaje de libro de superación personal o, en el mejor de los casos, en un personaje de Julio Cortázar que bien podría ser incluido en su famoso “Me caigo y me levanto”; Aristóteles no lo merecía. Le quité las patitas. Quedó como una pasita ojuda. Vibraba, era lo único que podía hacer (por gratitud, supongo). Cuando lo hacía, yo también temblaba, sin alas, con patas que jamás han podido adherirse al vidrio, con un par de ojos miopes clavados en esa mirada inteligente que, para ese punto, sabía mucho más de mí que yo de ella. Éramos un par de huérfanos y sólo nos teníamos el uno al otro.
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