La escritura de Enrique Ocampo, autor del libro de relatos Salto de fe, se caracteriza por su visceralidad y el logro estético de un ritmo narrativo apabullante y al mismo tiempo acompasado, parsimonioso, de regodeo imaginativo. Su universo temático y referencial indaga en lo real con el firme objetivo de rebasarlo. Disfruta a continuación de otro de sus textos, un relato que redefine los elementos de lo gótico y lo fantástico.
Esculturas escultoras
Una vez no tan lejana, en un lugar no tan distante, en el oscuro y solitario trifórum de la catedral cuyo pináculo coronaba el cielo, se refugiaba una estatua ansiosa de conocer la tierra que caminaba alrededor de ella. La gárgola era prisionera de sí misma y de su creador, que la abandonó por mucho tiempo y le impedía realizar sus sueños. Sus pétreos ojos observaban impacientes la forma en que, inevitablemente, el mundo seguía su curso, sin ella para estar ahí, sin ella para ser parte de él, sin ella para vivirlo, sin ella para cambiarlo. No cabía en el esculpido cuerpo de la gárgola de piedra el tamaño de alma con que había nacido, y cabía menos aún su incesante deseo de poder caminar, de poder respirar, de poder suspirar, de poder vivir. De aspecto atemorizante, de alas pesadas, de cuerpo inmóvil, de corazón grande era Regan, la gárgola gótica que había sido creada para adornar, pero que quería más que nadie adornarse a sí misma con las maravillas del mundo.
Impotente, observaba Regan morir los días, pasar las noches, correr el viento, caer el agua en la agitada ciudad en la que le había tocado existir. Casa de insectos, víctima de piedras y cagadero de palomas eran algunos de sus roles en la gran urbe. No pertenecía a ese lugar. Regan no fue esculpida para simplemente “estar”, Regan quería ser. Sentía que había sido hecha para esculpir. Ése era su sueño. Ser la mejor –y la única— gárgola escultora que el mundo hubiera conocido. Todos los días soñaba con poder escapar volando de aquella ruidosa y agitada ciudad donde había sido concebida. Su enorme inspiración estaba atrapada en la peor prisión de todas: uno mismo.
Un día de milagros, de esos que ocurren a menudo pero que nadie nota, Regan incrédula agitó las alas, movió la cabeza, sacudió las piernas, liberó su cuerpo. Sin saber el motivo, Regan era libre. No ha visto el mundo a un ser más feliz en todos los milenios que se han consumido en vano; la esperanza de la gárgola de piedra para el futuro era más grande que la ostentosa, ridícula, imponente y antigua catedral que solía adornar. Sabía exactamente lo que tenía que hacer, y lo iba a hacer bien.
No le faltaba nada. Todo lo que necesitaba se había fraguado en su interior durante siglos. Nadie sabe mejor cómo esculpir algo que una escultura. Nadie mejor que un ser de piedra para hacer seres de piedra. Regan emprendió el vuelo, sorprendiendo a las aves, desafiando a las estrellas, asustando a las nubes y asombrando a las moscas, iba en busca de su sueño. Llegó así al más grande y remoto lugar de la tierra, era perfecto, no había nada ni nadie que pudiera coartar su deseo de esculpir. El campo era tan enorme que parecía pequeño, tan tranquilo que parecía desastroso, tan callado que parecía ensordecedor, tan perfecto que parecía mentira.
Antes de crear su primera obra, necesitaba lo obvio, lo imprescindible, lo esencial: piedra. Regan partió, impaciente por hacer magia, en busca de la piedra más grande que pudiera encontrar. A su regreso, mientras cargaba la enorme y pesada roca, se le escapó una pequeña lágrima, una lágrima de ilusión, una lágrima de agradecimiento, una lágrima de felicidad, una lágrima de verdad. Colocó la enorme mole justo en el centro de la nada, la miró con impaciencia y de pronto comenzó a rascarla con sus firmes garras de roca. Regan sabía cómo hacerlo, no sabía cómo lo sabía, pero sabía hacerlo. Varias horas trabajó sin descanso, hasta caer dormida.
Cuando la luz del sol naciente, por fin, cegó sus ojos, Regan se levantó exhausta y contempló con asombro el fruto de todos sus sueños, de sus anhelos, de su trabajo: Había hecho una copia a escala de la catedral que la vio nacer cientos de años atrás. Ni el mismo arquitecto que diseñó el templo habría hecho un mejor trabajo. Era simplemente perfecta. Satisfecha, la criatura de piedra decidió que tenía que conocer el mundo para saber qué era lo siguiente a esculpir. Regan viajó y viajó por todas las ciudades, las montañas, los valles, los ríos, descubriendo todo lo que se había perdido durante siglos.
Viajó tanto y tanto tiempo que casi se olvidó de la primera escultura que había hecho; pero no fue así. Regresó al infinito campo que albergaba la catedral miniatura creada por sus garras, consiguió otra piedra y trabajó de nuevo hasta quedar dormida, sin pensar en lo que estaba haciendo. Cuando despertó al siguiente día, no fue orgullo lo que reflejaban sus ojos, sino sorpresa. El edificio que había esculpido le resultaba extrañamente familiar, aun sin saber qué era o dónde lo había visto. No le dio importancia y se dedicó a descansar.
El siguiente día, otra vez, fue de trabajo, el mismo proceso fue repetido, el ritual del día anterior, el protocolo estándar, el monótono acto de volar para encontrar el bloque de roca y despedazarlo a zarpazos hasta quedar dormida. De nuevo, al abrirse los grises párpados de la bestia escultora, se encontró con una sorpresa: la nueva escultura le resultaba familiar también, sin saber exactamente cuál de sus viajes la había inspirado.
Pasaron así muchos días, todo se repetía: buscar un bloque de piedra, trabajar en él toda la noche hasta quedar dormida, despertar y encontrar el trabajo misteriosamente familiar. Sin percatarse de ello, repitió esta rutina durante tanto tiempo que, después de semanas, el enorme y espacioso campo ahora se le antojaba pequeño, estaba lleno de edificios, parques, iglesias, casas y jardines hechos de piedra. Todos le parecían familiares sin saber por qué.
A pesar de los maravillosos trabajos que había realizado Regan, aún estaba inconforme, todavía le faltaban experiencias, aún le sobraba tiempo. La pesada estatua viviente decidió que quería esculpir vida. Quería crear personas de piedra, construir animales de piedra y sembrar plantas de piedra. Los bloques que ahora buscaba eran de menor tamaño, pues los seres vivos que conocía eran más pequeños que las construcciones. Trabajaba en tres o cuatro esculturas un día y descansaba el siguiente. Así pasó el tiempo, hasta que no cabía una persona, animal o árbol más entre las detalladas construcciones que había hecho antes.
De pronto lo vio. Un rayo atravesó su mente. Todo tenía sentido. No había esculpido una serie de edificios diversos, no había recopilado nada de sus múltiples viajes por el mundo, no había plasmado construcciones imaginarias en las rocas; lo que en verdad había hecho a ciegas durante los últimos meses de su vida era reconstruir la hermosa y bohemia ciudad que había vigilado a lo largo de toda su existencia. Los edificios, las plazas, los parques y las casas eran una perfecta réplica a escala del lugar que creció y vivió, durante muchas décadas, con Regan como silente testigo. Incluso las personas, los animales y los árboles que había puesto en su artística maqueta citadina eran personas, animales y árboles que habían existido junto a ella, ignorando por completo la capacidad de la gárgola para apreciarlos.
Regan apenas cabía en sí misma de felicidad. No sólo era la mejor –y la única— gárgola escultora del mundo, sino que había logrado expresar con cariño, con detalle, con elegancia, con exactitud, con hermosura la ciudad que una vez la había mantenido como prisionera. Estando completamente extasiada, Regan decidió ponerse un último reto: viajaría a la ciudad donde había crecido y grabaría en su mente cada ínfimo detalle y lo reproduciría con exactitud en la pequeña ciudad de piedra que, inconscientemente, se había dedicado a construir.
Regan voló y voló, de regreso a la ciudad agitada, a la ciudad frenética, a la ciudad contaminada, a la ciudad ruidosa. Al llegar no se le ocurrió mejor lugar para visitar que la catedral que la había visto nacer. Así llegó a la impresionante iglesia y cayó sobre el trifórum, en la misma posición en la que había sido esculpida algunos siglos atrás. Se tomó tiempo para contemplar la ciudad, las personas, los animales y los árboles, sorprendiéndose cada vez más de la exactitud con la que, de memoria, los había esculpido en las pesadas rocas del valle lejano.
Pasó así unos cuantos días, inmóvil –pero ahora por voluntad propia— observando la ciudad que nunca había apreciado por su constante ansia de escapar. Se dio cuenta de lo asombrosa, de lo hermosa, de lo impresionante que era la gran ciudad. Decidida a completar su trabajo, Regan volvió surcando los cielos al valle lejano. Viajó y viajó sin descanso hasta de nuevo divisar sus obras maestras, inmóviles e imponentes, descansar en el centro de la nada.
Al llegar al valle, no perdió un solo segundo y al instante se puso a retocar cada edificio, cada torre y cada parque de memoria, hasta que consiguió que la similitud entre su maqueta de estatuas y la bella ciudad le asustara. Lo había logrado. Había conseguido crear su propia escultura de vida. Todo lo que la gárgola había visto estaba ahí, firme y frío materializándose frente a sus ojos. Estaba Regan a punto de dormirse, en recompensa al duro trabajo y el largo viaje que había realizado, cuando se dio cuenta de algo importante, de algo vital, de algo esencial, de algo que no podía olvidar. Ella misma. En el trifórum de la catedral, de la primera escultura que sus manos crearon, faltaba algo. Faltaba ella. Faltaba Regan. Escudándose en la perseverancia, trabajando sin descanso, alimentando su ego y creciendo su orgullo, la bestia se había olvidado de lo más importante del mundo: de sí misma. No podía ser una réplica perfecta, sin el elemento más importante de la ciudad: la estatua de la triste y solitaria gárgola que soñaba con esculpir.
Repitió el mismo proceso de siempre, pero esta vez con mucho más cuidado. Tardó varios días en escoger la roca perfecta de la que saldría la réplica de sí misma. Al regresar, en lugar de despedazar la piedra como solía hacerlo, trabajó en ella con sumo cuidado, con delicadeza y amor… con maestría. Trabajó, esculpiendo y afinando cada mínimo detalle de su auto escultura hasta que estuvo totalmente satisfecha con ella. La colocó en el lugar que bien recordaba de la catedral y se fue a dormir feliz.
Al despertar, contempló de nuevo su obra, terminada por fin después de tanto esfuerzo. Su sueño se había logrado, su meta se había cumplido, su réplica estaba lista.
Al echarle el último vistazo a su creación, Regan se fue orgullosa, a continuar con su vida, a viajar por el mundo, a conocer cada pequeño detalle y deleitarse con él, dejando atrás la materialización de sus sueños.
Nada se volvió a saber de Regan, la gárgola escultora que gracias a un milagro inesperado, había logrado la felicidad, una felicidad que nadie creería posible, pero justo cuando nadie miraría, en un lugar donde nadie buscaría, ocurrió, de repente algo que nadie creería. La calmada y pétrea ciudad que había sido esculpida, admirada y después olvidada por Regan en aquel lejano valle, sería testigo de un milagro. Ahí de pronto, en el oscuro y solitario trifórum de la catedral cuyo pináculo coronaba el cielo, en un día de milagros, de esos que ocurren a menudo pero que nadie nota, la pequeña y detallada autoescultura de Regan, incrédula agitó las alas, movió la cabeza, sacudió las piernas, liberó su cuerpo. Sin saber el motivo, Regan era libre. Había sido prisionera de sí misma y de su creador, que la abandonó por mucho tiempo, y le impedía realizar sus sueños. Así, sin más, Regan escapó volando de aquella tranquila y silenciosa ciudad de piedra donde había sido concebida, buscando su sueño: ser la mejor –y la única— gárgola escultora que el mundo hubiera conocido.
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La intensidad de los momentos más cruciales se magnifica con la narrativa, los elementos estéticos del lenguaje y la capacidad creadora de una voz que hila y conduce imágenes como un sueño dirigido. Cortes rápidos, instantes de pausa. Sobre el cuadrilátero, todo luce como una batalla existencial en la que el amor da náuseas.