No hay muchas cosas de las que nos sintamos orgullosos en México: la pobreza rebasa a un país tercermundista que intenta a toda costa salir adelante; la desigualdad hace que aquellos que tienen un poco más, sientan una tremenda obsesión por demeritar a aquellos que luchan por salir adelante; el rezago indígena y la indiferencia del resto de la población hacen evidente que necesitamos un cambio… tal vez regresar a la época en la que se privilegiaba la educación y la cultura, o más atrás, con nuestras raíces listas para luchar contra cualquier invasor extranjero que intentaba colonizarnos.
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Abatidos ante el desasosiego general, muchos grandes pensadores se resguardan en la trinchera artística para que al menos de ese lado en el que las balas no llegan con tanta intensidad –como lo hacen sobre gobernantes que intentan hacer un cambio o periodistas dispuestos a arriesgar la vida para salvar al resto–, puedan justificar un puñetazo con guante blanco que se preserva entre distintos colores del óleo.
Seguramente su huella dolió en el orgullo de esos gobernantes rancios que no sabían cómo dirigir a un país y ahora yace como testigo de un momento histórico de lucha entre otras obras pictóricas que nos recuerdan que aún podemos ser valientes. A pesar de que todo vaya en declive, existen personas que intentan por todos los medios hacer un cambio. Tal como esa dualidad que pintó Tamayo, el día y la noche conviven para saber que ese equilibrio imborrable entre el bien y el mal, nos ayuda a ser mejores, a crecer y darnos la oportunidad de dejar nuestro rastro.
La cotidianidad nos aterra: cifras de muertos, balazos por doquier, secuestros, robos, inseguridad. Ante el crimen organizado no podemos hacer nada, pero tampoco lo hacemos ante el crimen menor. En lugar de que disminuya y la gente se una para crecer (ja, ja, ja), decidimos ser peores. Muchos se convierten en locos, histéricos que transforman su paso cotidiano a un destino trágico en el que quitarle la vida a una persona o destruir el futuro de alguien más, no vale nada.
El pasado lleno de violencia se convierte en una mejor opción. Lleno de paisajes coloniales con las mejores vistas al despoblado México entre maizales y pirámides. O bien, ante aquél México que vio nacer un volcán de la nada, mismo evento que pareció cambiar la vida de cientos de Michoacanos que no entendían el retiemble de la tierra a cada instante y la erupción de un Paricutín en ciernes.
La contradicción existencialista de vivir este momento, alguna época pasada o simplemente dejar de existir, nos vuelve presas del malestar diario de sólo vivir; sin hacer un cambio, sin ser felices en un México que parece estar yéndose al carajo con rapidez. ¿Sería mejor haber vivido la riqueza mexica que sometía a los pueblos aledaños?
¿Tal vez optarías por la época de la colonia? Con una herencia reprimida y tradiciones impuestas de un continente del que apenas conocíamos el nombre.
¿Y qué tal la época más bella de las artes y la cultura? Justo en el tiempo en el que los demás países se encontraban en crisis intensas por las guerras que los convertían en víctimas de masacres. México apoyó, es verdad, pero no vivíamos en declives y con temor, tuvimos una época fértil para la educación y la economía. Fuimos reyes, las artes se desarrollaron con intensidad y teníamos la energía suficiente para sentirnos parte de un gran país. Tal vez haya sido el calor de la revolución que no tenía tan de haber acabado o los polos en los que el mundo se dividía: había esperanza para cualquiera… sólo había que colocarse del lado que prefirieran en una trinchera comunista o capitalista.
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Es como si fuera mejor no ser nadie, no existir, ser personajes inventados de la imaginación de un artista. Abstractos, sin la obsesión de un mundo mejor, de progreso o malestar. Ser como una obra de Felguérez o de Cuevas. Sin comparación en el mundo real, únicos e inmóviles. Dispuestos en un sitio para ser admirados, para coexistir con lo que la naturaleza ya creó pero ser algo que no piensa, no siente, no disfruta, porque tal vez así seríamos más estables y menos infelices. ¿Te gusta alguno de estos modelos?
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La mejor opción es vivir en un sueño. Un sueño que nos permita yacer en un mundo idílico y utópico. Lo malo es que cuando permaneces mucho tiempo dormido, ese sueño se transforma en pesadilla y malestar. Se hace pesado y estamos dispuestos a hacer las cosas más absurdas y los actos más atroces, esos que alguna vez presagiaron los surrealistas, yacen en el fondo de nuestro subconsciente, sólo a la espera de salir cuando estamos más vulnerables.
Morir, recordar nuestro pasado desde la época actual, coexistir, hacer un cambio. Son las únicas opciones que nos quedan.
Somos nuestro pasado y nuestro presente. Queramos o no. No tenemos hacia dónde escapar y si huimos al extranjero, el no hacer nada cruzados de brazos y siendo indiferentes podría convertirse en nuestro peor castigo. Somos culpables de la apatía, del miedo y la ignorancia pero somos más culpables de que, aunque nuestro corazón sigue latiendo, no hacemos nada para transformar nuestra realidad.
“Pola Weiss” (1986)
Mi Co-Ra-Zón
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