En la segunda mitad del siglo XX, Yves Klein sorprendió al mundo del arte con las pinturas de fuego compuestas por siluetas cuidadosamente trazadas por un lanzallamas como muestra de la pasión del artista por la experimentación. En 1937, la técnica fue nombrada por el austriaco Wolfgang Paalen como ahumado (fumage), refiriéndose a la impresión del humo que deja una vela sobre una superficie de papel o de tela cuando se acerca demasiado sin llegar a quemar dichas superficies. El proceso de Paleen consistía en hacer varios círculos con una vela para imprimir la huella que dejaba el humo y encima aplicar óleo enmarcando las figuras iniciales. El fuego se convirtió así en un aliado de los artistas que pretendían romper con la monotonía del caballete, fenómeno que influenció incluso a la fotografía cuando Man Ray quemó algunas fotos para explorar el valor plástico de la imagen desde su materialidad.
El fuego ha acompañado al ser humano desde hace miles de años como combustible y elemento ritual; así como la tradición del humo como técnica gráfica remite a las culturas prehispánicas quienes entendían el poder creador–destructor de este elemento místico y cautivador. En la cultura zapoteca, los “guisu” eran los alfareros de barro, quienes poseían el aparente control sobre el “alto fuego” como un elemento bello pero engañoso, pues en cantidades menores, aparentemente, tenemos el control y resulta benéfico para la vida, pero la mancha del humo nos recuerda que su comportamiento es incontrolable y que siempre existe el peligro latente de ser consumidos por su fuerza.
El fuego se venera y tiene un lugar especial en los rituales por ser una metáfora para el deseo de renacer de las cenizas, incluso puede equipararse con la fuerza creadora del ser humano —muchas veces incontrolable—. Manipular el fuego a voluntad es quizás otra de las ambiciones desmedidas del hombre (como sentirse dueño de la naturaleza), pero aprender a utilizarlo en equilibrio armónico e intercambio natural proviene de la tradición alfarera, la cual reconoce el papel de los cuatro elementos y la mano del artesano para crear una pieza que combina las fuerzas naturales con la imaginación de la mente humana.
Heredero de esta tradición alfarera, Sabino Guisu vive y trabaja con este ritual cotidiano, un ritual presente en todas las actividades creativas y recreativas del ser humano, desde el mundo del arte hasta jugar futbol. Inició su carrera con estudios en música, pero una temporada en la biblioteca del Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca lo volvió consciente de sus raíces como ser humano y de la naturaleza del arte primitivo o arte rupestre como el instinto más humano y genuino por crear. Entonces empezó a teñir lienzos con figuras hechas de humo, aplicándolo como tinta o directamente el humo sobre las superficies, convirtiendo su esencia etérea en un poderoso grafito.
De espíritu incendiario, originario de Juchitán, Oaxaca y proveniente de una familia de artesanos, Guisu afirma que han sido muchas las piezas destruidas por el fuego, y que probablemente eso no deje de suceder nunca a pesar de la práctica, pero que cada vez que se quema una obra es un ritual en el que la pieza se convierte en algo sagrado, sin frivolidad, un sacrificio en una ceremonia interminable de ciclos. El valor del trabajo de Sabino es aprender a convivir y entender los accidentes como parte esencial de la vida.
«Debes estar preparado para arder en tu propio fuego: ¿cómo podrías renacer sin haberte convertido en cenizas?»
– Sabino Guisu
Los temas que guían la obra de este artista poseen una importante carga de conciencia social; sus piezas y materiales orgánicos remiten a mensajes ecológicos con un trasfondo revolucionario, consciente de la historia y su importancia en el imaginario de una comunidad para aprender a resurgir de las cenizas.
La revolución en la obra de este artista mexicano no sólo se trata de movilizar conciencias, sino de revalorar aquellos elementos orgánicos que narran nuestra historia, como la miel, y aprovechar fenómenos naturales incontrolables. Así se demuestra en una de sus más reconocidas piezas, en la cual el proceso de cristalizar un elemento que no se descompone nunca —sólo cambia de estado y forma— se materializó en un cráneo que nos recuerda que a diferencia del planeta, nosotros somos frágiles y mortales. Al respecto, Guisu comenta que colocó en el cráneo una hormona de abeja reina y lo dejó en un apiario. Así se convirtió en un proceso colectivo casi accidental, demostrando lo inconscientes que somos sobre aquellas “pequeñas” acciones que mantienen con vida nuestro planeta.
Uno de los aspectos más interesantes de la complejidad de la obra de Sabino Guisu es que es una fusión y equilibrio constante entre el arte prehispánico y las rupturas conceptuales de la modernidad. Su serie de cráneos, por ejemplo, tiene una clara influencia pop de Andy Warhol por manifestar en la repetición el proceso industrial al tiempo que el mecanismo de poder y control. Sin dejar de lado la importancia de la muerte para las culturas prehispánicas, plasmada en el tzompantli. Estas nociones de sacrificio encuentran vínculos entre el México actual y el de hace 500 años, cuando en la entrada del pueblo se colocaban estas estructuras de cráneos empalados como método de intimidación y demostración de poder, hecho que hoy continúa sucediendo con las narcomantas y los mensajes enviados junto con las cabezas de los sacrificios del narcotráfico.
De esta manera, Sabino Guisu recupera un lenguaje propio y milenario para hablar de situaciones contemporáneas que nos conciernen a todos, demostrando no sólo un sentido histórico que lo inspira personalmente, sino que revela también que para él la historia del arte tiene un gran peso cuando se trata de narrar la historia de la humanidad.
La extinción en su relación con la muerte es otro de los temas que le interesan, y le sorprende principalmente lo que sucede con las abejas, porque aunque su inminente extinción se ha anunciado como un aterrador capítulo de Black Mirror a nadie parece importarle realmente el desequilibrio ecológico que va a causar esta pérdida de polinización del planeta. Le sorprende además el hecho de que ante esta situación, el ser humano, en lugar de buscar reconciliarse con la naturaleza, mantiene el egoísmo de querer ser dominante y decide que la solución es crear métodos artificiales. Un apiario bajo estos términos constituye entonces un sometimiento del ser humano hacia las abejas, y en este sentido las piezas de Guisu son una antorcha disidente ante la ambición desmedida del hombre que nos conducirá a nuestra destrucción.
Las cicatrices de la tierra se manifiestan en estos lienzos como marcas permanentes que se conservan a pesar del tiempo. Sus primeras obras con esqueletos plasmados con humo han cambiando con el tiempo para integrarse con elementos conceptuales en composiciones metafóricas que se alejan cada vez más de lo gráfico figurativo hasta transformarse en instalación. Sin embargo, su esencia continúa vigente al retratar al hombre en su aspecto más primitivo y humano, de la miel a las cenizas, de lo efímero de la materia hasta la perpetuidad de los materiales milenarios para entender que, aunque la vida se consume como el fuego, aún tenemos la oportunidad de dejar huellas en el mundo.
Así, la obra de Sabino Guisu profesa un respeto genuino por la historia que nos ha forjado, por las lecciones del pasado que pueden construir un mejor presente y por el carácter y el orgullo de ser la voz de una tierra que nos lo ha dado todo. La muerte y el azar son los elementos que equilibran su discurso, la poética de la destrucción ritual para que sólo sobreviva lo esencial, para que el fuego consuma aquello que nos impide ser libres… hasta que podamos renacer de las cenizas.
Conoce más de su obra en Instagram y su sitio web.
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El arte es una voz de denuncia ante las problemáticas sociales, como aquellas obras de arte que nos recuerdan que vivimos en Black Mirror y también son reflejo y herencia de la cosmovisión de la cultura que las acoge, así lo demuestra la obsesión mexicana por la muerte en las obras de Diego Rivera y Frida Kahlo.