Tenemos razones para creer que Jesucristo no existió, al menos como la figura divina en la que todo mundo cree; aún así, cientos de científicos e historiadores alrededor del mundo se han empeñado en darle un rostro y demostrar su estancia en este mundo, no como un dios, sino como una figura importante en la historia del mundo. Muestra de ellos es el trabajo del exprofesor de la Universidad de Manchester, Richard Neave, basándose en diferentes cráneos recolectados en todo Galilea y algunas partes de Israel, logró hacer una aproximación al cómo debió ser el verdadero rostro de Jesús, alejándose de la imagen del sujeto rubio y de ojos claros a la que estamos acostumbrados.
De cualquier forma, así tuviéramos un cuerpo o los clavos manchados con su sangre, seguiríamos dudando de su existencia. Pero ése no es un asunto realmente serio o alarmante; pues incluso sus discípulos dudaron de él en cada paso que dio. No es necesario tener un extenso conocimiento sobre la Biblia para saber que Pedro —a quien Cristo confió el control de su Iglesia— fue uno de los apóstoles que más puso en duda a su maestro, retándolo incluso a caminar sobre el agua. Sin embargo, el verdadero peso de la duda se lo llevó Santo Tomás.
Cristo había prometido a sus seguidores resucitar al tercer día y claro, después de haber andado sobre el mar, multiplicado peces y devuelto a la vida a otras personas además de Lázaro, ¿quién podría dudar de su palabra? Según el relato bíblico, sólo Tomás pensó que se trataba de una alucinación o algo por el estilo; esas cosas no ocurren todos los días, pero su maestro, con una sonrisa dibujada en su rostro, le pidió que metiera el dedo en la llaga de su costado.
Esta escena, que supone una de las muestras de fe más grandes dentro de los evangelios, fue pintada por Michelangelo Merisi da Caravaggio en 1602, como parte de un encargo de la familia Giustiniani. Estos banqueros confiaron en que el artista era el único capaz de retratar esta escena plasmada en el Evangelio de San Juan con toda la seriedad que se necesitaba,
Gracias al claroscuro de sus pinturas, la escena retratada en este cuadro adquiere un aire entre solemne y sombrío, digno de quien acaba de regresar de la muerte ante los ojos de quienes lo vieron morir. Lo que la distingue de otros trabajos de arte sacro de la época, es que Caravaggio supo explotar el realismo que caracterizaba a sus pinturas para hacer de este cuadro una estampa mucho más sincera. En primer lugar, ni los apóstoles ni Cristo tienen ese halo de divinidad que rodeaba sus cabezas, son personas humildes que miran incrédulos un milagro.
Las ropas de los apóstoles confirman su falta de privilegios y la razón principal por la que fueron elegidos para seguir al Mesías: su indudable humildad, que no sólo se refleja en sus prendas, también en las arrugas de sus rostros curtidos por el trabajo duro y las largas caminatas a las que se sometieron después de haber decidido seguir los pasos de Cristo.
Ni siquiera el mismo Jesús es presentado como el típico mesías triunfante que acaba de vencer a la muerte; presenta aún señales de haber sido golpeado; el cabello enmarañado como el de quien ha estado dentro de una tumba. Incluso su rostro presenta síntomas de cansancio; recordándonos que lejos de ser un dios o tener cualquier otra característica divina, fue un ser humano en el que todo un grupo de personas depositan su fe todos los días y eso es justo lo que lo hace existir como un personaje histórico y como el guía de millones de almas alrededor del mundo.