Pedro Friedeberg nació en Florencia, Italia, en 1936. Emigró con su madre a México en 1940 a causa de la Segunda Guerra Mundial. En 1955 ingresó a la nueva Universidad Iberoamericana, donde tuvo maestros como el escultor alemán Mathias Goeritz. Aunque llegó a dominar los sistemas de perspectiva y otras reglas del dibujo profesional, en 1958 Friedeberg dejó de lado la carrera en arquitectura para volverse pintor. “Yo hubiera sido un gran arquitecto. Pero luego vi la arquitectura de Ludwig II de Baviera y me di cuenta de que jamás haría algo tan maravilloso”, dijo alguna vez.
Durante los más de cincuenta años que han pasado desde que tuvo su primera exposición individual en la Galería Diana de la ciudad de México, Pedro Friedeberg ha inventado un mundo fantástico de confusiones impecables. Rechazó el muralismo didáctico y los lugares comunes del imaginario nacionalista de la época pos-revolucionario. Pero al mismo tiempo se opuso a la sequedad y banalidad del arte y la arquitectura internacionalista”, y al énfasis en el desarrollo económico y urbano desenfrenado de los gobiernos de los años sesenta y setenta. Como respuesta, realizó imágenes que son cualquier cosa menos nacionalistas, cualquier cosa menos eficientes. Mejor conocido por su famosa Silla-Mano, diseñada a principios de los años 1960, en su obra también resaltan edificios imposibles y vistas urbanas soñadas, cajas y cuartos delirantes, extrañas esculturas de lunas y mariposas, y densas composiciones de elementos simbólicos. Siempre perfectamente ejecutada, su obra es tan inquietante como divertido.
No obstante su reputación de excéntrico, Pedro Friedeberg es un producto de su tiempo. Aunque su obra tiene eco en dos de los movimientos artísticos más vanguardistas de los años sesenta, el Pop y el Op Art, se relaciona más con el surrealismo tardío. En particular, revela su cercanía al círculo de los surrealistas europeos refugiados en México: Leonora Carrington, Kati Horna, Edward James y Remedios Varo. Friedeberg también estuvo profundamente influenciado por Mathias Goeritz, en particular su impulso dadaístico, que encontró expresión en el grupo vanguardista “Los Hartos” a principios de los años sesenta. La obra de Friedeberg combina todas esas tendencias en algo completa e inconfundiblemente propio.
El uso del lenguaje en la obra de Friedeberg es tan complejo como su estilo visual. Sus imágenes aparecen entrelazadas con textos en español, inglés, hebreo, sánscrito o incluso náhuatl. Sus títulos -salpicados de neologismos- incluyen descripciones estrafalarias y referencias seudo-históricas que muchas veces no tienen nada que ver con lo que estamos viendo. Son juegos poéticos que facilitan la interpretación más que meras herramientas descriptivas. Siendo enemigo de la improvisación expresionista, no cabe duda de que todo lo que dice y hace está calculado con detalle. Para entender a Pedro Friedeberg tenemos que abrir nuestros ojos a la cultura y el imaginario occidental en toda su diversidad, de los cuales se ha erigido como heredero.
James Oles, Curador de la exposición Una retrospectiva Pedro Friedeberg, arquitecto de confusiones impecables, presentada en el Museo Palacio de Bellas Artes en octubre de 2009.
Pedro Friedeberg estudió arquitectura en una época en que el funcionalismo —un “estilo” definido por líneas rectas, formas simples, materiales industriales y un énfasis en la eficiencia— gozaba de gran auge. Sin embargo, él se sintió más atraído por los estilos del pasado. Como él mismo recordó: “Todos los maestros admiraban la arquitectura de Mies van der Rohe. Yo admiraba mucho a Gaudí y mis planos eran circulares, muy locos, y me reprobaban a cada rato”. Sus profesores dogmáticos no le perdonaron su rebeldía y no lo dejaron recibirse.
Friedeberg tiene particular interés en la arquitectura barroca, una forma de expresión espiritualizada donde las ideas triunfan sobre los materiales y los detalles se funden en un todo orgánico. Los cuadros de Friedeberg de edificios inventados retoman una tradición italiana del capriccio, un juego fantástico de imaginación que permite a un artista combinar ingredientes arquitectónicos preexistentes en algo completamente nuevo. Para Friedeberg, la arquitectura es mucho más que una mera compilación de reglas muertas: es un lenguaje en constante evolución que recita la historia entera de la humanidad.
A finales de los años de 1990, Friedeberg empezó una serie de obras que representan cuartos en un edificio imaginario que luego nombró el Palacio de Sonambulópolis, la ciudad de los sonámbulos. Abriendo las puertas, pasamos por extrañas recámaras teatrales infiltradas por su sentido del humor: el laboratorio del inquisidor, el baño del rey, salas para jugar el I-Ching y para fumar, incluso una antesala para una duquesa con celulitis.
Físicamente el palacio parece mediterráneo, morisco inclusive, con sus patios, logias, fuentes cubiertas, sus tiendas de campaña y sus quioscos decorados, todo incrustado con motivos que pueden leerse como tapetes o azulejos. Pero Friedeberg también tuvo fuentes más locales, como las haciendas de antaño, quizá, o el Turcos, un club desaparecido sobre Niño Perdido con un salón árabe, uno turco, uno persa, uno hindú y uno chino. Pero, ¿dónde están los habitantes del palacio de los sonámbulos? ¿Qué despertares y qué rituales nocturnos ocurrirán aquí cuando vuelva la corte?
En sus paisajes urbanos, Friedeberg nos ofrece antídotos a la banalidad y al aburrimiento de la vida moderna. Adopta la vista a ojo de pájaro para revelar un denso ensamblaje de fachadas múltiples, patios, torres y domos, agregando detalles dadaístas como velas infladas, un reloj gigante tan brillante como el sol o una naranja. Friedeberg sustituye el enfoque central de la perspectiva de Alberti con la dualidad de puntos desvanecidos tan apreciada por los escenógrafos barrocos.
Pedro Friedeberg ha sido un crítico feroz de la esterilidad arquitectónica y el urbanismo sin control. Una y otra vez, protestó en contra del estilo corporativo-internacional propuesto por arquitectos como van der Rohe y Le Corbusier, cuya influencia fue tan evidente en la nueva ciudad de los años cincuenta y sesenta: en Tlatelolco y la UNAM, en el Pedregal, en los rascacielos de las avenidas Reforma e Insurgentes. En contra de la ciudad supuestamente racional Friedeberg parece deleitarse con la verdadera confusión de la ciudad real. Sin servirse de referencias explícitas a lo local, las fantasías arquitectónicas de Friedeberg proponen una utopía auténticamente mexicana que, por definición, nunca será construida.
Una de las estructuras recurrentes de la obra de Pedro Friedeberg es un espacio en forma de caja, cuyos costados se proyectan bruscamente hacia un “quinto plano”, o un punto de fuga. La historiadora del arte Ida Rodríguez Prampolini los llamaba “perspectivas sublimes”. Por su juego con nuestra percepción visual, comparten algo con ciertas obras op de los años sesenta. Sin embargo, los espacios de Friedeberg terminan siendo invadidos —o infectados desde una perspectiva higiénica— por el mundo de las palabras, el diseño, la tipografía y la cultura popular. Esas obras son más evocaciones pop a las ilusiones del op art, que ilusiones ópticas en sí.
En estas obras la recesión se vuelve vertiginosa y desorientadora. Unas parecen cajas de regalos abiertos para revelar sus sorpresas, mientras otras son cuartos explícitamente arquitectónicos, habitados por personajes imposibles aunque encantadores, como un Pegaso pianista o mujeres-peces que caminan. En alguna ocasión, Friedeberg les dio una lectura cósmica: equiparaba el punto de fuga con Dios, y los cuatro muros, con las esquinas del universo. Pero la imaginería de estas cámaras es más bromista que espiritual.
Desde el Ángel de la Independencia hasta la Fuente de Petróleos, los monumentos conmemorativos que celebran los grandes próceres y los hitos históricos son fundamentales para la autodefinición de la nación. Y por el mundo entero descubrimos monumentos cada vez más grandiosos y sorprendentes que conmemoran todo tipo de productos, líderes, eventos o costumbres. Tales construcciones pueden parecer lógicas a los ciudadanos locales, pero desde una distancia, también pueden ser algo extrañas.
Pedro Friedeberg se ha fascinado por la larga historia de las conmemoraciones oficiales y no tan oficiales, desde los ejemplos más antiguos hasta los más recientes. Pero en sus obras, los monumentos quedan completamente libres de cualquier función práctica o histórica. Al celebrar momias felices y plátanos gigantes, se burlan de la solemnidad y ridiculiza nuestro deseo de conmemorar todo y a todos.
El art nouveau fue un movimiento de diseño europeo que floreció en la arquitectura y las artes decorativas a finales del siglo XIX y principios del XX. En las obras art nouveau predominan las elegantes líneas ondulantes y las evocativas formas orgánicas. En su momento significó una reacción en contra del urbanismo, el racionalismo, y la producción masiva. Los tempranos dibujos de Friedeberg de ondulaciones biomórficas y ninfas delicadas, evidencian su interés en el artista inglés Aubrey Beardsley, uno de los héroes del estilo art nouveau.
En los años de 1960, el arte pop desafió la hegemonía del expresionismo abstracto en Estados Unidos. En la misma década en México, Friedeberg proponía un arte lúdico, inspirado en parte por el art nouveau, que confrontaba directamente la retórica parroquiana tanto del muralismo como de la abstracción pura. De hecho, su manipulación del humor y de “lo decorativo” conllevan en sí mismos una crítica a la seriedad de la burguesía mexicana y al mundo del arte.
Eso es particularmente evidente en su estrafalario mobiliario en forma de mariposas.
Sin duda, la creación más famosa de Pedro Friedeberg es la silla en forma de mano, labrada en madera para luego ser laqueada, pintada o dorada. En su primera concepción, la base de la Silla-mano era un simple cono. En versiones posteriores, la base se convirtió en un pie enorme, o en un “trípode”. Aunque Friedeberg pensaba inicialmente que estas manos serían esculturas únicas, resultó que todo el mundo las quiso, entre ellos tantos desinhibidos sesenteros como Yul Brynner.
En 1963, la pintora Alice Rahon mandó una fotografía de la Silla-mano a André Breton, lo que le valió a Friedeberg ser aceptado en el círculo surrealista. De hecho, su silla forma parte de una variada mueblería surrealista que incluye un sillón en forma de los labios rojos de Mae West, diseñado por Salvador Dalí en 1936. El particular éxito de la Silla-mano se debe mucho a su sentido del humor casi perverso, pero también a su significado abierto, reminiscencia de saludos y juramentos, de bofetadas y caricias. Cuando uno se sienta en una silla de Friedeberg, nos tiene en la palma de su mano.
En 1958, todavía como alumno en la Universidad Iberoamericana, Friedeberg empezó a participar en Mexico this Month. Esta revista mensual en inglés fue editada por Anita Brenner y dirigida principalmente a la comunidad extranjera, tanto de turistas como de residentes. Hasta su cierre en 1972, Friedeberg contribuía con numerosos dibujos y acuarelas. Incluyen elaboradas portadas y simples viñetas, anuncios escritos a mano, mapas de destinos populares y muchas caricaturas, en particular de los turistas mismos.
En los años de 1960, Friedeberg empezó a manipular los marcos de sus cuadros, reemplazando el rectángulo tradicional de la “ventana” con contornos más complicados, aunque siempre simétricos. Algunas obras se acercan a la abstracción, pero la mayoría conserva referentes históricos, como las llamadas “estrellas de Jamnitzer”. Estos poliedros elegantes fueron inventados por un orfebre alemán del siglo XVI.
Wenzel Jamnitzer transformaba los cinco sólidos platónicos simples —el cubo, la pirámide, etc.— en variables prácticamente irreconocibles. Jamnitzer consideraba estas formas como los bloques de edificios de la creación y los relacionaba tanto con los cinco elementos —fuego, aire, tierra, agua y cielo— como a las cinco vocales. Para Friedeberg, son más bien deleites visuales que revelan su conocimiento enciclopédico de la historia del diseño. Sin embargo, al igual que su predecesor, Friedeberg nos recuerda que el arte es un negocio demandante —fundado en la imaginación pero respaldado en cada etapa por el intelecto.
La obra de Pedro Friedeberg revela su deseo de escribir una enciclopedia visual de culturas olvidadas, o quizás ser el curador de un museo fantástico. El padre Athanasius Kircher, profesor alemán de matemáticas, física y lenguas orientales, quien también tuvo un voraz apetito intelectual, inspiró de manera significativa a Friedeberg.
Además de jactarse de haber descifrado jeroglíficos egipcios, Kircher escribió tratados sobre hidrología, vulcanología, criptografía, generación espontánea, China, cosmología, música, luz, el arca de Noé y la Torre de Babel. Kircher se convirtió en una especie de héroe para los rebeldes del siglo XX —inclusive para Octavio Paz— quienes vieron en él todo lo maravilloso y lo extraño de la era premoderna. Encarna la cultura del wunderkammer, la colección de especímenes y rarezas que representan el mundo en un microcosmos. Pedro Friedeberg puede ser una especie de Kircher de nuestra era, no sólo por la extensión de sus conocimientos, sino por su ambición en condensar todas las experiencias humanas en marcos demasiado exiguos para contenerla.