En una granja en la provincia silenciosa de España se desató una realidad alternativa: Joan Miró —pintor, escultor, grabador y ceramista español— así lo decidió, una vez que quiso desentenderse de una Barcelona autodenominada “cosmopolita” para regresar a la vida rural de Montroig, entre unas colinas que se queman poco a poco con el sol a lo largo del año. El ambiente fauvista que se había impregnado en sus párpados durante su tiempo de estudiante, no lo abandonó cuando decidió irse de la ciudad, y algo de ese impulso pictórico se extendió a la orografía de la campiña catalana.
Miró quiso alejarse del movimiento errático de Barcelona para no convertirse en un copista más de los fósiles clásicos. El eje radical de los movimientos reformistas del arte había tenido un impacto importante en su concepción de la figura del artista, pero terminó por aturdirlo, y volvió a los brazos apacibles de la brisa del campo: más limpia, más pura, más real; sin embargo, la bofetada reformista de la bohemia dejó una marca permanente en su búsqueda por una composición que se alejara de lo meramente evidente a los ojos, y que permitiera un acercamiento distinto: más sutil, menos cognitivo y mucho más sensual.
Durante sus años de exilio artístico alcanzó una poética diferente. La inmutabilidad del paisaje rural le permitió reconsiderar su proceso creativo, así como la ejecución de su trazo y la manera de abordar la perspectiva. La gran admiración por el trabajo de Picasso nunca se difuminó, pero tampoco deseaba seguir su línea creativa: era consciente de que había maneras alternativas de presentar la realidad, más allá de las formas rígidas que el cubismo ofrecía, más asertivas que los tonos de Matisse, y más sustanciosas que los de la constante cansada de la Academia.
Hay algo de romántico en el discurrir artístico de Joan Miró. Incluso en sus obras más tempranas, existió siempre una búsqueda de encuentro con la naturaleza, a la manera de Whitman y Wordsworth:
“Tengo que tomarme en serio la cosa del corral, que podría asegurarme una vida independiente, y más aún, el contacto directo con la tierra y las gentes que la cultivan, y también con los elementos que tienen para mi gran valor humano. Todo ello me enriquecerá como hombre y como artista”.
Así escribe Miró en alguno de sus cuadernos personales, no publicados hasta años después de su muerte. Es inevitable encontrar puntos de unión con “Song to Myself” —publicado en 1855, tanto tiempo antes del quiebre de la década de los 20—, en la que se promueve el contacto humano con la tierra, sus trabajadores y sus esencias, a manera de elevar el espíritu a una dimensión diferente. Volver a este ambiente primigenio, tal vez, le permitió acercarse a la realidad que tanto soñaba con saltarse, distanciarse, reelaborar.
Había algo del barullo incesante de Barcelona de lo que no podía desprenderse. El sentido innovador de la vanguardia permanecía activo dentro de sí, a pesar de su lucha incansable por la serenidad del campo. Y es evidente, en su producción más madura, el cambio sustancial con el que su obra evolucionó: no se trataba más de una búsqueda en la naturaleza de una esencia original con la cual pudiera encontrase —como plantearían sus impulsos románticos iniciales—, sino de circunscribir las formas del exterior a un nivel superior, cuya intelectualidad no tuviera ningún tipo de injerencia.
Muchos de los lienzos a partir de 1924 obedecen la distribución all-over, en las que diferentes figuras comprometen y reestablecen el peso y contrapeso de la composición. Hay algo de lúdico en la disposición de las figuras que pierden la función referencial a un elemento tangible, identificable en el mundo que acontece ante los ojos. El flujo de la cotidianidad en la obra de Miró pierde sentido, se reinterpreta, y se manifiesta con figuras-objeto que parecen no tener una relación lógica entre sí. Están fuera de contexto, en su espacio, en un afán de volverlas más etéreas, más libres, más poéticas:
“En mi tiempo libre llevo una existencia primitiva. Hago ejercicios, más o menos desnudo, corro bajo el sol como un loco y salto a la comba. Por las tardes, cuando he acabado mi trabajo, voy a nadar al mar. Estoy convencido de que un cuerpo vigoroso y sano produce una obra vigorosa y sana. No veo a nadie, vivo en absoluta continencia”.
Estos testimonios anotados casi por casualidad en cartas o en cuadernos aislados, muestran también el paralelismo de la vida activa del pintor con lo que sucedía en el lienzo. A pesar de su influjo romántico —atípico y casi arcaico para la época—, Miró siempre planificaba sus obras a consciencia. Es interesante que, a pesar de la aparente desconexión que existe entre los elementos de la obra —personajes-figura, figura-objeto, objeto-presencia—, permanece siempre una armonía transparente, onírica y casi inconsciente que el observador se encuentra por casualidad.
La obra de Miró tendió desde entonces a la abstracción. Se menciona seguido que cualquier niño con crayolas y algún impulso creativo —por mínimo o casual que fuere—pude producir algo similar, pero seguir una línea de pensamiento parecido sería caer en la más absurda de las ignorancias. Los elementos que el artista integra en sus composiciones —nuevamente: personajes-figura, figura-objeto, objeto-presencia— no obedecen a un designio arbitrario, ni a un arrastre instintivo por crear.
Por el contrario, responde a un movimiento de oposición en el que la realidad no era más suficiente, y en el que se pretendió ofrecer una perspectiva diferente, una que distara del desmoronamiento bajo el cual el mundo estaba sometido, que se alejara de los parámetros absurdos que la Academia perpetuamente asume como únicos, y que, tal vez, pudiera ofrecer una alternativa superior al que la capacidad intelectual del ser humano había dado. Algo más natural, más inmediato, algo que no requiriera de un esfuerzo supra-humano de comprensión, y fuera accesible a un público más diverso. Una propuesta, en fin, que nació de la tierra labrada, y que se conecta con el observador en un contacto más simple y cercano a su sensibilidad original.
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El arte es capaz de abrirnos un mundo a nuevas perspectivas en el que podamos tener experiencias a través de distintas obras o sucesos, como la historia de la mujer que protestó contra la guerra por medio de cuerpos desnudos, o el juicio surrealista al que fue sometido Dalí por comercializar su arte.