Podemos asegurar que la muerte no es sólo la cosa más democrática que existe en el mundo, sino un “mal” necesario que a veces esperamos con ansia.
Curiosamente, aunque este modo de pensar parezca algo novedoso, no lo es del todo. Desde el Siglo XIII, después de una epidemia que se expandió por toda Europa, artistas, clérigos y filósofos se dieron cuenta de que la muerte reclamaba una personalidad propia, un cuerpo y un carácter que nos recordara la debilidad humana ante la naturaleza.
El arte mortuorio nos ha enseñado que, ante el miedo de no saber qué viene después de la muerte, hemos aprendido a quererla y respetarla para que, de haber otra vida después de ésta, nos sea mucho más agradable que en la que nos encontramos ahora. La muerte nos acecha con su fría sonrisa; día y noche ese ángel vigila nuestros pasos, esperando el menor signo de debilidad para entonces abrazarnos en su manto. Gracias a que es casi como una madre amorosa que nos cuida desde que nacemos, la celebramos, nos reímos de ella e incluso hacemos arte con su figura. El sol sale para todos y la muerte aun más.
Así surgieron las representaciones de la muerte como un cadáver putrefacto o un esqueleto juguetón que generalmente cargaba una serie de instrumentos asociados con la agricultura; azadones, canastas, trinches, hoces o la clásica guadaña, todo ello sólo para recordar al mundo que su papel es el de cosechar almas para llevarlas a su próxima parada. Estas alegorías gráficas de la muerte formaron parte de todo un género que inició en la literatura pero pronto se expandió hacia todas las artes como si, al igual que su protagonista, quisiera apropiarse del mundo a como dé lugar.
Conocido como “danza macabra”, este modo de hacer arte se centraba en el papel –a veces ignorado– que juega la muerte en todo momento. Desde que nacemos hasta que morimos ella nos acompaña de la mano, a veces guiándonos por los senderos más seguros de la vida y otras conduciéndonos poco a poco hacia lo que se supone, será nuestra última morada. En estas representaciones la muerte convive directamente con los humanos, no ya como un espíritu al acecho, sino como si ésta fuese otra persona, un personaje más en nuestras vidas. Después de todo ¿no estamos todos los días en contacto con ella?
El carácter lúdico de estas imágenes y la razón principal por la que la muerte bebe y baila con los hombres es una especie de invitación a disfrutar los placeres mundanos que ofrece el plano terrenal; finalmente, la vida es demasiado corta como para guardar la cordura en cada momento de nuestra existencia. Las danzas macabras son al mismo tiempo una invitación y una advertencia que permanece presente para recordarnos que ya tendremos tiempo de descansar una vez estando en una tumba, así que en lo que nos alcanza ese momento, lo mejor es disfrutar del tiempo que tenemos en la Tierra.
Casi tres siglos después, las danzas macabras llegaron a nuestro país tras la gran peste de 1575. Durante las celebraciones de Corpus Christi en la capilla de San José de los Naturales, un sujeto apareció disfrazado de la muerte occidental representando la fragilidad del ser humano. Sin embargo, aunque el fenómeno apareció mucho después que en otras partes del mundo, no se le puede considerar tardío, pues la muerte es algo que nunca pasará de moda. Incluso ahora puede estar naciendo una nueva visión de una parca eléctrica nacida en la Internet para recordarnos que nadie está a salvo y que incluso el individuo más insignificante tendrá que rendirle cuentas algún día y bailar con ella hasta la eternidad.