María desarrolló la extraña costumbre de tomarme fotografías en cualquier momento del día. Así fueran las seis de la mañana, ella habría puesto una alarma personal para despertarse, no causar ningún ruido y hacer otra toma de mi rostro con saliva mientras soñaba con ella. Tardé mucho tiempo en preguntarle para qué lo hacía. Me dijo que era para un proyecto secreto que la haría muy feliz. Al poco tiempo comenzó a grabarme. De pronto tomaba su teléfono y me tomaba en las situaciones más incómodas. Traté de arreglar el baño y atrás estaba ella. Trabajaba en mis cuentas y el foco de luz estaba tras de mí. Era de esperarse que en un momento me hartara. Los flashes sonaban como un engrane giro tras giro en mi cabeza y tuve miedo de quedarme dormido, no quería una imagen más.
“¿Para qué chingados quieres tanto?”, le grité una tarde. Estaba lavando los trastes después de que nuestros amigos comieran con nosotros. Pasó todo el tiempo tomando imágenes. “Es para mi documental”, respondió tranquila, aún grabándome. No tuve la fuerza para hacer algo. “Lo estás haciendo mal”, dije en voz baja. ¿Cómo se atrevía? Yo era el cineasta, ella había decidido estudiar Biología y de pronto era una experta de documentales. No me parecía lógico. Dije un estúpido discurso sobre ese hecho y después de terminar miró de nuevo su pantalla, no detuvo la grabación. Me pidió que sostuviera su “cámara” y que la tomara en primer plano. “Si de verdad crees eso, también crees que mis senos y mi vagina son lo único que me puede generar un orgasmo o placer y eso me entristece demasiado”. No logré entenderla de inmediato. Miré su rostro y después de respirar continuó.
Necesito que me prestes atención:
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Espalda
“¿Recuerdas todas las veces que te pedí que recorrieras mi espalda con tus dedos?”, miró fijamente. “Sí”, respondí. “Y siempre te detuviste a los pocos minutos”. Asentí con la cabeza mientras trataba de descifrar su metáfora. “No es un área sexual como lo es mi clítoris o incluso mis nalgas, pero por su cercanía a la espina dorsal y falta de carne es una de las áreas más sensibles del cuerpo”. Pensé en su espalda. “Los besos que imprimes cuando te lo pido son como las casi 400 imágenes que tengo de ti. De forma individual podrían ser dulces, pero si se acumulan lo suficiente, pueden crear algo más. Un proyecto, quizá. Un avance. Una forma más de hacerme tuya.”
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Brazos
“Veo a lo que te refieres”, dije. “No. Aún no lo haces”, respondió con fuerza y me pidió que la grabara mientras continuaba hablando. Lo hice. Comenzó a deslizar la yema de sus dedos en sus brazos, admito que me excité ligeramente. Con cuidado, mientras giraba, revisaba de forma fugaz si la cámara recibía todo lo que yo tenía en mente. “La parte superior de los brazos…”, continuó, “también es una parte erótica. Dependiendo de los toques y la forma en que sean presionados, puede mandar distintas señales nerviosas a los hombros y manos, estimulando lentamente el resto del cuerpo. Pero no tocarás a tu mejor amigo del brazo y le causarás placer. Existen puntos específicos”. La lentitud con la que enunció esa última línea contrajo mi estómago y me hizo sentir un cosquilleo en mi entrepierna.
Muñecas
“Te entiendo”, reiteré. Y es que comprendí su extraña pero acertada metáfora. Me estaba enseñando una lección. Pensé en que posiblemente ella tenía mejor visión que la mía y la envidié. Se quedó callada mientras aún recorría sus brazos con sus dedos en una especie de trance hipnótico y por primera vez, cumpliendo mi tarea como cinematógrafo de la fantasía de mi amada, miré fijamente a la pantalla y vi la obra que se desarrollaba frente a mis ojos. Su documental. Miré sus muñecas y recordé que en nuestros primeros años solía besarlas ligeramente mientras veía sus piernas ligeramente retorcer. Me aventuré a hacer las mismas relaciones físicas que ella y pensé que al ser una de las zonas más expuestas del cuerpo era ideal para el futuro. Le ofrecí su cámara de vuelta y la tomó con su mano derecha, interrumpí el viaje de la izquierda y comencé a lamerla con cuidado mientras ella apretaba los labios y me enfocaba con el lente.
Costados
“Te creo”, susurró y en un breve momento trató de encontrar un lugar donde situar su cámara en un ángulo que pudiera tomarnos. “¿Qué es esto?”, le pregunté confundido por el cambio de discusión a un suceso erótico. “Parte de mi plan”. “¿Por qué me grabas?”, pregunté mientras me quitaba la camisa y continuaba besando sus brazos. “Porque funciona”. El lente que nos miraba se desvió después de unos cuantos empujones en la cocina y por esa tarde todo había terminado. Pasó la noche besando mis costados, asegurando que eran como sus videos: parecían insignificantes, pero si se identificaban algunas zonas, podían ser explotadas para hacer algo maravilloso. Las terminales nerviosas cercanas a las costillas y al abdomen me hicieron contorsionarme como si estuviese bajo el efecto de alguna droga. Me quedé dormido entre el inesperado placer de la mujer que parecía cambiar a cada paso.
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Tobillos
Desperté a las seis de la mañana. Tomé mi propia cámara y grabé sus tobillos bajo la luz que se escapaba de entre las cortinas de la sala. Era lo único de su cuerpo que estaba expuesto. Pensé en que era como un joven en los 50, fijándome en los tobillos de las jovencitas que usaban vestidos demasiado largos. En aquel tiempo poco era demasiado. También se me ocurrió que, debido a su anatomía similar a las muñecas, al ser una conexión entre extremidades, tiene una sensibilidad mayor. Quise ser el frío de esa mañana para recorrer los tobillos de María y subir por sus piernas. No quise nada más. Pensé en disculparme. Ella tenía razón. Su documental podía ser lo que quisiera. Cerré la cortina y me volví a dormir.
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Clavícula
María desapareció cuando abrí los ojos de nuevo, eran las 10. En la puerta estaba una nota que decía “No te preocupes” y no lo hice. Vi que aún estaba casi toda su ropa y sus libros. Su computadora no estaba. Sufrí ansiedad por algún tiempo, pero me tranquilicé viendo sus fotografías. Yo tenía mi propia versión de ella y fue hasta ese momento que noté mi obsesión por su clavícula. Ella se reiría en ese momento. Diría algo similar a que la clavícula también es una parte erógena del cuerpo por ser hueso casi expuesto, especialmente en la parte más cercana al cuello. Recordé que disfrutaba golpearla con su pulgar. Me masturbé distintas veces con la idea de que volvería con una blusa que mostrara su clavícula para así poder besarla, morderla y pedirle perdón.
Habían pasado apenas tres semanas y yo ya vivía como desamparado. No soporté estar sin ella. Todo fue demasiado súbito. Un flash enorme me despertó a la mitad de la noche. Una pantalla se encendió. Era ella vestida con mi ropa. Miré las imágenes: eran mis muñecas, mis tobillos, mi espalda, mis brazos. Sus fotografías se movían en stop-motion y la música era de ella. Lo sabía por los tonos que de pronto se escapaban de su cuarto de estudio. Su cinta convirtió en clímax la imagen borrosa de ambos haciendo de todo nuestro cuerpo algo frenéticamente sexual y finalmente comprendí. Sus imágenes podían ser cine y mi propio cuerpo podía causarme una erección. Tardé en darme cuenta que estaba atado a la cama y que tenía un cuchillo listo para cortarme. Debí suponerlo.