No. Tu vagina no apesta y no deberías sentirte mal por tener ciertas secreciones. Huele a lo que debe oler y se ve como debe estar. No caigas en la tentación de perfumarla, secarla, ultralimpiarla o hacerle modificación alguna. Justo así como la tienes es una vagina con sus olores, texturas y sabores característicos.
La ducha vaginal es una práctica que seguro te enseñaron las abuelas o la publicidad se ha encargado de venderte como algo sano. Ésta consiste en lavar o irrigar el interior de tu vagina con agua u otros líquidos; muchas mujeres compran este producto con paquetes de lavado que a menudo están compuestos por agua y vinagre, bicarbonato de sodio o yodo. Peor aun, hay familias que siguen haciendo sus propias recetas e inculcando esta práctica en sus hijas. Y todo está mal.
Nos han hecho creer que utilizar estas duchas hacen sentir “frescas” a las mujeres, que eliminan los residuos de la menstruación y que evitan el mal olor o las infecciones. Falso. Los expertos aseguran que las duchas no limpian ninguna vagina y mucho menos protegen contra infecciones comunes o de transmisión sexual.
Estos lavados, según médicos especialistas, desequilibran el balance de bacterias en la vagina y pueden alterar la acidez del tracto genital; lo cual puede conducir a un mayor riesgo de infecciones vaginales y la propagación de bacterias dañinas al interior de tu cuerpo.
Según la doctora Elise Ross, ginecóloga en Cleveland, EE.UU., “la vagina es un órgano que se autolimpia. Cuando tratas de limpiarla tú misma utilizando una ducha, en realidad estás eliminando los microbios normales y sanos además de cambiar temporalmente el balance de pH (acidez natural) de la vagina”.
Lamentablemente estas duchas se usan hoy incluso para “interrumpir embarazos” o disminuir las posibilidades de una ETS, cuando no se recurre a ellas por una idea de culpabilidad higiénica sembrada en las mujeres. ¿Por qué es así? ¿Cuál es esa triste historia de malentendidos y avances pseudocientíficos?
Desde la Antigüedad las mujeres se hacían estos lavados como una forma de control de la natalidad. Esto implicaba enjuagar el interior de la vagina con líquido, a menudo arrojado desde una botella, bolsa o tubo, y en el que jugaban un papel importante la miel, el aceite de oliva o incluso porciones de vino. Era común que las prostitutas medievales se ducharan entre cliente y cliente para no embarazarse o no infectarse de algo. Pero todo este escenario era pura especulación. Era el desconocimiento humano intentando actuar frente a situaciones no deseadas.
Fue en 1832 cuando todo se salió de control. El médico estadounidense Charles Knowlton dijo que la ducha vaginal era un anticonceptivo efectivo después del sexo, comenzando así todo un plan de comercialización bastante fructífero. Diez años después, el obstetra francés Maurice Éguisier lanzó una ducha “autocontenida”; una bomba de porcelana y una manguera de goma que ayudaban a su aplicación.
A principios de 1 900, por razones económicas y comentarios sin sentido, las mujeres comenzaron a usar un desinfectante doméstico para lavar sus vaginas y conseguir el mismo resultado. Al parecer, el Lysol era una respuesta de menor coste y similar efectividad. O sea, casi ninguna. Pero la marca aprovechó la ocasión y para ese propósito creó versiones de su producto en jalea, spray y espuma. La publicidad afirmaba que Lysol actuaba contra los “olores femeninos”, entendiendo esto como un eufemismo universal para el control de la natalidad.
Médicos de mediados de Siglo XX, con base en diversos casos e investigaciones, revelaron 193 envenenamientos y 5 muertes por lavados con Lysol. Las mujeres acudían a consultorios quejándose de quemaduras vaginales y ampollas; sin embargo, las demandas fueron anuladas y los informes encubiertos, permitiendo que Lysol cambiara su fórmula y permaneciera en el mercado de las mujeres desesperadas.
Ya perfilados hacia las últimas décadas del siglo, un experimento prácticamente absurdo abrió otra posibilidad de ducha vaginal que ofrecía respuesta al miedo de usar Lysol u otros lavados caseros. Un experimento en la Escuela Médica de Harvard mezcló esperma con tres tipos de Coca-Cola y descubrió que la soda clásica mataba los espermatozoides más rápido que otros líquidos. Los rumores hicieron que muchas mujeres vertieran esta bebida en sus genitales durante mucho tiempo; los médicos trataron de disculparse, pero era demasiado tarde.
La historia cambió un poco con la aceptación mundial de la pastilla de emergencia. Entonces los especialistas en marketing tuvieron que cambiar el discurso de sus productos; ya no se combatía más al embarazo no deseado, sino a la culpabilidad de tener olores y apariencias “extrañas” en las vaginas. La llamada negligencia íntima se incrustó en la mente de millones de mujeres que creían perder a sus maridos por no tener una vulva tan hermosa como un melocotón y tan disfrutable como un ramo de flores.
Hoy sabemos que esas duchas no sirven de nada, que incluso son dañinas para el funcionamiento de los genitales femeninos y que son absurdas en cualquier sentido. Sin embargo, hay quienes siguen usándolas y recomendándolas como una alternativa para abortar. Ya sean industrializadas o no, las duchas son culturalmente aceptadas como un recurso válido para interrumpir embarazos.
Cualquier tipo de ducha vaginal, incluso aquellas realizados con hierbas o elementos naturales, puede causar serios problemas de salud y la mayoría de los médicos no recomiendan la práctica. Éstas alteran el equilibrio natural y saludable de las bacterias o acidez en la vagina, desprotegiendo al cuerpo contra las infecciones o poniendo en riesgo vidas. Los lavados fueron un recurso ancestral cuando no existían los avances médicos que ahora sí tenemos y una estrategia de mercado en la modernidad. Nada debería movernos a seguir con ellas.
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