Cuando estaba en la secundaria solía ser una fanática de Frida Kahlo, supongo que era un estandarte adolescente en mi búsqueda por definir mi identidad. Kahlo me parecía alguien tan lleno de matices y de extravagancias que no podía más que ser mi ícono por excelencia. Con el paso de los años y el clamor popular que hoy la encumbra como uno de los íconos de la mexicanidad por excelencia, le perdí el gusto, simplemente ya no la siento tan mía como antes. Debo reconocer que como artista, la obra de Kahlo nunca me pareció lo más atractivo de ella —espero no estar cometiendo un sacrilegio tal que amerite el abucheo de los lectores—, aún cuando Duchamp, Bretón, Kandinsky o Piccaso dijeran lo contrario. Pienso que, como ella misma dijo, “no pintó sueños, pintó su propia realidad”, una que a veces queda retratada con tan grande sentido de autocompasión que opaca cualquier otra cosa. Aunque no era para menos. Por otro lado, siempre estuvo influenciada por la técnica y la temática del mismo Rivera.
Por encima, Frida es color, exuberancia, rito y fiesta. En el fondo es dolor. El sufrimiento de Frida la llevó a vivir una vida de colorido dolor, eso es lo que la arraiga tan fuertemente con la mexicanidad, a mi modo de ver. Su personalidad me parece su mejor obra. Desde los atuendos que la caracterizan y que hoy se han convertido en inspiración para toda clase de nuevas obras: moda, souvenirs, libros, películas, etc., hasta su maravillosa Casazul, Frida me parece mejor persona que artista. Fue a través de ella que entré en contacto con otra gran personalidad del siglo xx, no sólo para México, sino para el mundo: León Trotski.
Frida y León fueron amantes. La relación entre el arte y la revolución en su época era igual: la vanguardia y sus filosofías desbordantes y rebeldes combinaba muy bien con la filosofía de ruptura que, al menos en su inicio y en esencia, representó la teoría comunista. Trotski llegó a México gracias a Diego Rivera. Perseguido por Stalin, tuvo que exiliarse junto con Natalia Sedova, su mujer, en diferentes países antes de llegar acá. En 1937 Rivera consiguió que Lázaro Cárdenas acogiera al revolucionario con la condición de que él mismo se procurara seguridad y un lugar para vivir. Frida le ofreció quedarse en su propia casa, la que heredó de su familia.
En México, Trotski no fue del todo bienvenido. La izquierda mexicana lo consideraba un traidor a Stalin y la derecha lo veía como una amenaza para el país. Rivera y Kahlo supieron hacer de ese rechazo una victoria, “un capricho es una rosa que crece en los muladares, la más preciosa, la más inesperada”, dice Elena Garro. Trotski y Frida se entendieron tan bien y quedaron tan impresionados el uno por el otro que la admiración espiritual los llevó a la unión del cuerpo. En 1937 Frida le regaló un autorretrato en su cumpleaños, mismo que Trotski tuvo a bien colocar en su estudio. Natalia, su mujer, siempre se mostró recelosa hacia la pintora.
Para muchos, la infidelidad de Frida fue una venganza hacia Diego, quien tuvo una aventura con la hermana de la pintora. Cabe recordar que León Trotski era uno de los personajes más admirados por Diego. Sobre la aventura hay pruebas de sobra: diarios y cartas que se exhiben en diferentes países lo atestiguan.
La relación de Trotski y Frida no duró mucho, en 1939 Diego se enteró y corrió a Trotski, quien se mudó a unas cuantas calles de ahí. Hace 63 años, el 21 de agosto, Trotski moriría atacado por Ramón Mercader, quien con un piolet destrozó la masa encefálica de tan grande pensador.
Frida terminó sus días en Casa azul. Después de divorciarse de Rivera en 1939, volvió a contraer nupcias con él años después. Su nuevo acuerdo matrimonial incluía la colaboración económica, artística y la vida en común, más no la vida sexual de pareja. Aquellos fueron los años más encumbrados de la artista, que conoció el reconocimiento que, aunque nunca tuvo en vida como después de muerta, la llevó al Museo de Arte Moderno de Nueva York, El Instituto de Arte Contemporáneo de Boston y el Museo de Arte de Filadelfia.
Regresó a México en los años cuarenta y dio clases en La Esmeralda. En 1953 tuvo su primera y única exposición individual en su país. Aunque los médicos le prohibieron asistir, ella llegó en una ambulancia y se hizo bajar en una cama de hospital en la que permaneció departiendo con sus amigos. Hasta 1954, Frida se debatió entre la vida y la muerte, tuvo varios intentos de suicidio arrastrada por el dolor, pero nunca llegó a concretarlos. Según ella, lo único que la ataba a la vida era Rivera. Murió el 13 de julio de 1954, luego de pintar un cuadro icónico que, junto a su firma declaraba “Viva la vida”.
El arte y la revolución se aman, el anhelo de vida los ata.
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