La guerra fue una de las claves por las que el Imperio Azteca se erigió como el más poderoso de Mesoamérica. Sometió mediante el poder de sus ejércitos a cientos de pueblos de estados como Veracruz, Oaxaca, Estado de México e incluso Guatemala. Convertirse en guerrero era un honor para los mexicas, cuya misión en la vida era derramar la sangre de sus prisioneros para ofrendarla a Huitzilopochtli. Las campañas militares podían reunir hasta 200 mil soldados en las llamadas Guerras Floridas, en las que los mexicas capturaban prisioneros que eran conducidos hasta lo alto del Templo Mayor en Tenochtitlán. Ahí los sacerdotes llevaban a cabo los sacrificios: arrancaban los corazones de sus víctimas para ofrendarlos.
Existían dos cuerpos de combate conformados por los guerreros más valientes y preparados de todos. Su aspecto era imponente: vestían armaduras fabricadas de algodón imitando las pieles de un águila o un jaguar, los animales más temidos y respetados de la región. Sus nombres verdaderos eran ocelopilli (noble jaguar o guerrero jaguar) y cuauhpilli (noble águila, guerreros águila). A partir de los siete años de edad eran educados en el arte de la guerra e instruidos para ser dueños de un carácter valiente y aguerrido. La elección del águila y el jaguar como emblemas de vestimenta se debe a que eran los principales depredadores del aire y la tierra, una manera de infundir temor en sus rivales y hacerles ver que su poder sería invencible en batalla.
Tanto plebeyos como nobles podían pertenecer a la orden de los cuauhpilli, contrario a los ocelopilli quienes sólo aceptaban a personas de las clases nobles. Gozaban de grandes privilegios en el Imperio: podían tener concubinas, comer carne humana habitualmente, misma que extraían de los prisioneros de guerra, tomar octli (una bebida alcohólica) en público y cenar en el Palacio Real.
Ambas castas de guerreros tenían su casa en el Palacio Real de Tenochtitlán, llamada cuauhcalli. Cerca del Templo Mayor de la Ciudad de México fue descubierto un sitio conocido como el Salón de los Caballeros Águila, lugar en el que al parecer los pertenecientes a esta orden realizaban encuentros y ceremonias especiales. Para llegar a ser guerrero jaguar se necesitaba haber concluido de manera satisfactoria los estudios en las calmecac (escuelas de nobles). Con la autorización de las autoridades del calpulli (barrio), los aspirantes a guerreros eran aceptados en las residencias especiales donde vivirían para un adoctrinamiento de cinco años alejados de sus familias.
Además de un duro entrenamiento militar en estas residencias, donde fortalecían su mente y sus cuerpos, eran instruidos en materias superiores como teogonía, matemáticas, astronomía, botánica, lectura e interpretación de códices. Los que no soportaban el ritmo de entrenamiento y estudio se retiraban sin poder volver a intentar formar parte de estas tropas de élite. Finalmente, luego de hacer servicios comunitarios y dar muestras de ser aptos en el manejo de tropas y de armas, los futuros ocelopilli eran iniciados en una ceremonia especial. Después eran enviados a capturar enemigos para probar su capacidad en el campo de batalla.
En el frente de batalla, los guerreros jaguar eran enviados en las primeras filas, debido a su fiereza en el combate, mientras que los guerreros águila se encargaban de las labores de explorador, espía y mensajero, aunque también entraban en batalla cuando era necesario. Los escudos de los guerreros águila estaban decorados con plumas y en ellos se hacía patente el estatus del soldado. En la cabeza, los guerreros águila llevaban un casco que simulaba el rostro de este animal. Por su parte, la armadura de los guerreros jaguar estaba fabricada con la piel de este felino, lo cual debió haber sido realmente imponente en los campos de batalla.
Cuando un guerrero era muerto en combate, sus mujeres y familiares le guardaban un duelo de 80 días, que era el número de días que un guerrero tardaba en cruzar el umbral de la muerte. Las viudas se dejaban el cabello suelto y ejecutan danzas sagradas al ritmo de tambores. En los cuauhcalli se rendían homenajes a los caídos en combate, se incineraban sus cuerpos y se colocaban en la sala principal al lado de joyas y símbolos rituales.
Las armas principales con las que estos guerreros combatían eran el atlatl —un instrumento con el que se propulsaban lanzas llamadas tlacochtli, hechas con obsidiana, bronce o huesos—, el arco, que se fabricaba con la madera del árbol de tepozán y los tensores se hacían con los tendones de animales; pero el arma más poderosa de todas era el acuahuitl: la espada azteca, hecha con piezas de obsidiana o pedernal tan filosos que eran capaces de decapitar de un solo golpe a los enemigos y animales (tomemos en cuenta que la obsidiana es el material más filoso del mundo, incluso más que el acero). Se hallaba también el chimali, un escudo hecho de madera reforzado con carrizos, fibra de ixtle y recubierto de cuero; por otro lado también era muy usado el ichcahuipilli, una armadura acolchada con algodón, endurecida en la zona media con un tratamiento de agua salada. Pese a lo letal que estas armas eran, los guerreros no pudieron frenar los embates de los conquistadores españoles quienes se aliaron con pueblos enemigos de los aztecas para derrotar al Imperio mexica.
La ferocidad y velocidad del jaguar en combinación con la astucia y agilidad del águila crearon a uno de los cuerpos bélicos más fascinantes de la historia antigua. Jaguares y águilas pelearon por la supervivencia del Imperio azteca, sin embargo, sucumbieron ante el poder de los españoles que con sus ansias de riqueza y sus armas de fuego sometieron a los valientes guerreros mexicas. En los corazones de cada mexicano hay un jaguar que ruge en los momentos difíciles y un águila que se eleva para sortear las dificultades.
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Para saber más, conoce la historia del guerrero prehispánico que alcanzó la inmortalidad y aterrorizó a los aztecas y la verdad detrás de los sacrificios humanos en el México previo a la conquista.