Otoño de 1914. Cincuenta años antes, nadie soñaba ni siquiera con la electricidad, la cinematografía o volar en un ave de metal llamada aeroplano. Meses atrás estalló la Gran Guerra y toda la inteligencia, el desarrollo de la tecnología y los mejores inventos del hombre tornaron los sueños en pesadillas que pusieron todos los avances de la humanidad a disposición del primer conflicto bélico a escala global al que asistió el mundo.
Los rifles automáticos, las ametralladoras y los tanques de guerra se estrenaron en el campo de batalla con la misma exaltación con que un niño disfruta de un nuevo juguete.
Las granadas, lanzallamas y aviones complementaron el escenario bélico. Los arcos, las flechas y las armas para el combate cuerpo a cuerpo, se sustituyeron por artefactos de largo alcance y destrucción masiva. Las bayonetas francesas jugaron un papel secundario y entre la escalada de violencia, la Primera Guerra Mundial no fue otro conflicto más, sino el más cruento del que se tenga memoria. Las memorias de los soldados del siglo pasado son solamente una muestra del sufrimiento inaugurado en las trincheras:
“Mientras dormíamos durante la noche, las ratas corriendo sobre nosotros nos despertaban con frecuencia. Cuando era demasiado, me acostaba sobre mi espalda y esperaba a que una rata posara inmóvil sobre mis piernas; a continuación, levantaba violentamente las piernas hacia arriba, tirando la rata en el aire. De vez en cuando, oía un gruñido cuando otras se posaban en mis demás compañeros”.
Las trincheras contribuyeron a escribir los escenarios apocalípticos donde la decadencia de la guerra era aún más evidente entre miles de cadáveres descompuestos, gente implorando por alimento, soldados ante el dolor inaudito de una pierna que voló en pedazos por una granada o la pérdida de un brazo, infectados y pudriéndose poco a poco.
“Si nunca has puesto un pie en una trinchera, te lo voy a explicar. Tus pies se hinchan hasta dos o tres veces su tamaño normal y te sentirás muerto en vida. Puedes golpearlos desesperadamente con una bayoneta y aún así, no sentir nada.
Si eres de los pocos que tiene la suerte de no perder tus pies y la inflamación comienza a bajar, es entonces cuando comienza la agonía más indescriptible. He oído a los hombres llorar y gritar de dolor y muchos han tenido que optar por amputar sus pies y piernas. Yo fui uno de los afortunados que salió completo, pero un día más en esa zanja hubiera sido demasiado tarde”.
Stefan Westmann, un alemán que sirvió para su país en el Batallón de Infantería, recuerda cómo luchó por su vida ante el ataque francés. Cuando estaba a punto de morir a manos de un cabo galo, Stefan clavó su bayoneta en el pecho del otro soldado, pero nunca lo consideró su enemigo:
“Tuve náuseas incontrolables. Me temblaban las rodillas y francamente quedé avergonzado de mí mismo. ¡Cómo quisiera haberle estrechado la mano y hacernos grandes amigos!”
¿Qué es lo que llevó a más de ocho millones de hombres a luchar encarnizadamente, hasta la muerte de cada uno de ellos? Ante la pregunta expresa, ninguno está claro sobre la razón de las guerras. La neurosis postbélica que experimentan los soldados desde entonces cambia su vida para siempre.
Las más terribles imágenes se graban en su memoria durante toda su vida y los horrores del conflicto armado los acompañan en pesadillas, alucinaciones y el temor permanente que una vez sentido, no se marcha más.
“El sitio parecía un rebaño de ovejas tiradas por todo el campo. Una cantidad considerable de soldados todavía estaban vivos, gimiendo sin parar y pidiendo agua.
Nos tomaban de los pantalones mientras pasábamos. Un hombre muy fuerte me tomó de la pierna y no me soltaba”.
La Primera Guerra Mundial bien podría resumirse en una mezcla de lodo y sangre. La humanidad asistió a una sangría como nunca antes y no obstante, la tecnología siguió desarrollándose y tan sólo 20 años después de su final, un nuevo conflicto bélico con las innovaciones propias de su tiempo apareció en la historia.
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