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Cargar con el pasado a cuestas es algo que muchos hemos hecho en la vida, es un acto que los humanos sabemos hacer a la perfección para bien o para mal; pero ¿qué pasaría si esa carga se mostrara en dos vías? En la de una incertidumbre de si eso que nos ha sucedido cabe en los límites de la fortuna o en los de la maldad, y si estos sucesos han llegado a la materialidad de una marca inamovible en nuestra persona.
Algo así le sucedió a Olive Oatman, una mujer que tuvo que aprender a vivir bajo el signo de una captura y su multiplicidad de significados, el sexo femenino que se enseñó a sobrellevar el registro de un rapto poliinterpretativo.
Olive nació en el estado de Illinois en 1837, vivió una infancia caracterizada por los modos de existencia que tenía la comunidad ya consolidada como norteamericana de aquel entonces (circunscrita en la crisis económica de la época) y que, por diversas razones que conllevaba el ejercicio de su nacionalidad y supervivencia, tuvo la necesidad de trasladarse con su familia 13 años después a California, viaje que marcó por completo sus días subsecuentes.
En el cuarto día de su travesía a un nuevo espacio para la subsistencia, Olive, en compañía de sus padres y seis hermanos, fue atacada por un grupo de nativos americanos a quienes ella describe llanamente como “apaches”. Estos hombres que violentaron a los Oatman seguramente eran una tribu perteneciente a los Yavapai y sólo dejaron con vida a tres de sus integrantes: Lorenzo (su hermano mayor), Mary Ann y la protagonista de nuestro relato; el varón sobreviviente logró escapar de este terror para, más tarde, regresar a la civilización que él conocía y darle sepultura a sus consanguíneos ante la imposibilidad de salvar a sus hermanas.
Olive y Mary Ann desde ese momento permanecieron cautivas a merced de esa tribu que les separó del mundo al que estaban acostumbradas; fungieron largo tiempo como sus esclavas hasta que fueron intercambiadas a un grupo de mohaves, quienes, al parecer y sin ser la verdadera intención de los nativos que originaron su confinación a lo desconocido, serían su boleto a otro tipo de historia.
El líder de la tribu Mohave y su esposa adoptaron a las niñas, lo cual promueve la idea de que quizá esto les otorgaba un rango de mayor valía entre dicha sociedad sin considerarla meramente como prisioneras, y giraron la orden de tatuar sus rostros con signos clave para su cultura; estos trazos sobre la piel, según algunos expertos, pudieron pertenecer a una tradición que oscilaba entre la permanencia del portador en este mundo y su garantizado buen paso a otro plano (mundo de los muertos), una señal para morir sin preocupaciones.
Dichos tatuajes constaban de líneas que partían de la boca de ambas chicas hacia sus mentones, dando la impresión de tener surcos o hendiduras en la mandíbula.
Cerca de 1855, cuando Olive tenía 19 años, gracias a una terrible sequía y los estragos que esto significó para los habitantes del suelo en que ella y su hermana ahora residían, Mary Ann murió de inanición; esto dejó sola a nuestra protagonista como la mujer blanca que vivía entre los “salvajes”; noticia que poco a poco se esparció entre los poblados anglosajones y que terminó por buscar un trato con los nativos que devolviera a Olive a su cultura occidental.
Cuando esto sucedió, para su reinserción en el estilo de vida norteamericano, la joven Oatman tuvo que recobrar costumbres de habla y vestido que ya había dejado atrás, a la par de enterarse que su hermano llevaba bastante tiempo buscándola sin éxito evidente.
Su apariencia exótica y a la vez feroz hizo de Olive una total celebridad entre el pueblo norteamericano; incluso en 1857 Royal B. Stratton escribió un libro acerca de las travesías que esta chica tuvo que afrontar hasta convertirse en ese museo andante de lo que significaba vivir entre aborígenes y estar marcada literalmente por un tiempo en específico.
Más tarde en su vida, Olive tuvo que hacer frente a la imagen que portaba, algo que no le impidió encontrar el amor y eventualmente casarse con John B. Fairchild, una cotidianidad rodeada por la controversia que se aparecía sin interrupción en su rostro. Esto sin omitir que la desolación y el desasosiego siempre plagaron los recuerdos, hasta cierto grado truncos, que ella pudo archivar en su memoria.
Según algunas anécdotas, Olive Oatman acudió a New York en una ocasión para platicar con un líder Mohave sobre aquellos tiempos que construyeron y desconstruyeron a su persona para charlar acerca de esos escenarios que estructuraron a partir de la renuncia y la nueva apariencia del andar de una mujer que siempre se mantuvo en los límites del privilegio, de la esclavitud y el secuestro.
Olive falleció en 1903, a la edad de 65 años, con esa psique y ese cuerpo renovados por los pigmentos de lo ajeno, los pigmentos que finalizaron por crear una nueva ella, aunque esto no hubiera significado una certidumbre de quién era en sí más allá de sus propias concepciones y leyes.
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