“En donde vivíamos nosotros, se robaron a un niño”
-Mayra de 7 años
Según datos del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), cerca de 2 mil 300 niños viajan en la caravana migrante.
En su paso por la Ciudad de México, la caravana migrante permaneció cinco días en el estadio Jesús Martínez “El Palillo”, en el oriente de la capital. Se instalaron carpas para refugiar a las familias que viajaban con niños, y el resto del contingente se instaló en las gradas. Se les facilitó el acceso a baños públicos, regaderas y comedores, y una decena de organizaciones se coordinaron para apoyar y atender a los migrantes que requerían algún tipo de ayuda.
Dentro de las carpas a cargo de UNICEF, estaba una en la que se cuidaba y entretenía a los niños de cinco a diez años; había actividades, juegos de mesa, hojas para dibujar, cuentos y obras de teatro.
Ahí estaban Mayra, Josué y Antonio, pasando el día junto con otros niños que también viajan en la caravana migrante. Mayra tiene siete años y es de El Salvador, Antonio tiene cinco y Josué siete, ellos nacieron en Honduras.
Los niños también han caminado cientos de kilómetros y por largas horas; sus padres no los pueden cargar todo el trayecto y además, algunos tienen hermanos más pequeños que aún no han aprendido a caminar y los tienen que llevar en brazos.
“Nos cansamos mucho, teníamos los pies llagados y dormíamos en el puro piso”, cuenta Antonio.
¿Sus papás están cansados? Todos contestan con un “no”, porque para los niños, los padres son invencibles, para ellos no existe el miedo, la enfermedad, ni el agotamiento. Sin embargo, durante su estadía en la Ciudad de México, se trataron cientos de adultos con agotamiento y deshidratación, infecciones respiratorias y estomacales, hasta algunos brotes de tuberculosis, entre otros padecimientos.
¿Les gusta caminar?, “sí nos gusta caminar”, contesta Mayra con emoción.
¿Saben a dónde van? “¡A Estados Unidos! Para pedir asilo. El asilo es para que el que tiene miedo de regresar a su país”, me dice Josué. Y entonces le pregunto: ¿y tú tienes miedo?
“Sí. Porque allá nosotros teníamos negocios y un hombre me lastimó, y me dijo que me iba a ahorcar y me iba a matar”.
“Allá no hay trabajo”, complementa Mayra.
La caravana migrante no es casualidad. Miles de personas provenientes de Honduras, El Salvador y Guatemala, decidieron dejar sus hogares para huir de la pobreza, la inseguridad, la violencia y la corrupción causadas por pandillas y el crimen organizado.
“Nosotros nos venimos porque allá hay mucho revuelo. Andaban robando a los niños; donde vivíamos nosotros se robaron a un niño. También porque había mucho marero”, dice Mayra.
¿Y qué es eso? “ Mareros, pues son los que fuman y los que matan, ” responde Josué.
Los mareros son pandillas violentas establecidas en Centroamérica, principalmente en El Salvador, Honduras y Guatemala; iniciaron como organizaciones territoriales, pero sus funciones empezaron a ampliarse y adaptarse a cada contexto social. Hoy son grupos delictivos que venden droga, extorsionan, secuestran, matan, trafican órganos y personas. Aunque no existe un número preciso, la Dirección de Inteligencia Civil Guatemalteca calcula que en El Salvador hay cerca de 30 mil mareros; 40 mil en Honduras, y 19 mil en Guatemala.
“Los mareros son los que traen pistola”, dice Josué. “Son los que ponen papeles y fuman marihuana”, añade Mayra. “Donde yo vivía se robaban a los niños y les sacaban las tripas”, comenta Antonio.
“¡Sí, y les sacan los órganos!” exclamó Josué.
¿Y les asusta eso? “Sí”, responden con poco ánimo.
Los índices de violencia en sus respectivos países son muy altos. Según Small Arms Survey, Honduras y El Salvador están entre los cinco primero países más violentos del mundo, junto con Venezuela, Siria y Afganistán; Guatemala está en la posición 17, Honduras y El Salvador tienen una de las mayores tasas de homicidios de los países que no están en guerra.
¿Extrañan su casa? “Sí, mucho”, es la respuesta de todos. Antonio expresó que extraña a su mamá, a su abuelito y a su abuelita; Josué extraña a su tía y a sus primos, Mayra cuenta que dejó mucha familia y que extraña a sus hermanitas.
“Mi casa tenía una de éstas”, dice Josué, señalando una antena de televisión que le dibujó a la casa que estaba pintando en un cuaderno.
“Y mi casa tenía de éstas”, expresa Mayra, señalando las ventanas.
Mayra, Antonio y Josué iban a la escuela, ahí se divertían, pintaban, jugaban y cantaban; Josué dice que le dejaban tarea y Antonio aprendió a escribir su nombre. Les gustaba jugar a las canicas y a la pelota, a Mayra le gustaban los columpios y tenía una casita de muñecas. Los tres recuerdan con emoción, pero también con nostalgia.
“En la caravana dicen que están abriendo los portones”, comenta Antonio; se refiere a la frontera sur de Estados Unidos, pero no es verdad. La incertidumbre y la desinformación predominan en la caravana migrante, pero para ellos cualquier realidad es mejor que la que vivían en sus países. Y los niños, contagiados de la incertidumbre de sus padres, buscan entender la situación de la mejor manera que pueden.
¿Qué les gustaría ser de grandes? Los tres, sin excepción, contestan que quieren ser policías, quizá porque últimamente han tenido mucho contacto con ellos, o porque para los niños, esa profesión representa seguridad; seguridad que ellos no tienen -y quién sabe si la tendrán- pero la añoran, la desean, la piden a gritos.
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