¿Recuerdas cuando te disfrazaron de Miguel Hidalgo o Josefa Ortíz de Dominguez en la primaria? Una semana antes intentabas memorizar cada una de las palabras que describirían a tu personaje. Con los nervios al máximo, tomabas el micrófono y comenzabas tu discurso frente a toda la escuela. ¿Cuántas cosas aprendiste y cuáles sólo memorizaste?
No sólo respecto a la Independencia, otros acontecimientos históricos también los aprendimos de ese modo; memorizamos nombres, fechas y lugares, pero, de común, sólo algunas de esas cosas las comprendimos bien. Ese también fue el caso de la Revolución Mexicana, cuyos personajes recordamos por sus bigotes y sus caballos pero no mucho más.
De Francisco Villa —Doroteo Arango, su nombre real o Antonio Flores, Salvador Heredia y Gorra Gacha como seudónimos— se ha dicho mucho; que tuvo cerca de una treintena de parejas y más de 20 hijos, que dormía con zapatos y que no bebía alcohol, pero tenía especial predilección por las malteadas y se llevó a la tumba un secreto que aún hoy sigue robándole el sueño a algunos.
En “Pancho Villa. Una biografía narrativa” de Paco Ignacio Taibo II, se revela que los estudiosos más serios del personaje revolucionario están de acuerdo en que, en el norte del país existían tesoros dejados por el caudillo, aunque no se sabe cuáles ni en dónde están. Algunos aseguran que podrían estar resguardados cerca de Canutillo, en Chihuahua. Otros opinan que todos fueron desenterrados para sostener los costos de la lucha armada «quedando sólo dos entierros que aún no han sido localizados, uno está ubicado en la sierra del Perico, cerca de la presa de San Marcos, por el rumbo de las cumbres de Majalca, y el otro en la Laguna de Trincheras en el cañón de Santa Clara, Chihuahua».
Según esta versión, Villa —quien conocía perfectamente los desérticos territorios donde transcurrió su vida—dejaba en lugares específicos cuantiosos objetos de valor. No podía llevarlos consigo debido a los propios riesgos de la guerra, por eso los enterraba en lugares secretos para más tarde volver por ellos. Sin embargo, el mito de que algunos aún permanecen ocultos ronda todo el norte del país.
En este mismo libro, el historiador mexicano retoma la versión de Hernán Robleto: «Leonardo Herrera recorrió los lugares minuciosamente, probablemente buscó los supuestos tesoros de Villa y recogió una gran cantidad de anécdotas: una niña que vio en un cuarto de Canutillo alazanas de oro que paleaban como si fueran maíz; el padre de otro le contó que borraba los sellos de las barras de plata con soplete; el padre de un carpintero dijo que Villa puso a éste a hacer cajitas de 30 centímetros de largo y 10 de ancho en las que se guardaría el dinero. Ricardo Michel, a la muerte de Villa declarará al Gráfico que Pancho había enterrado más de siete millones de pesos».
Nada consta. Sin embargo, la búsqueda de riqueza siempre es un imán para los espíritus avariciosos: en la década de los 50, una expedición de norteamericanos cuyo único objetivo era encontrar estos tesoros recorrió el norte del país sin éxito. También fue muy sonado el caso de un sacerdote de la Goma, Durango, quien ante la teoría que había en el recinto enterrado un botín, cerró la iglesia —pretextando una remodelación— y destruyó la mitad de ella para buscarlo. Al ser descubierto por los pobladores, escapó del pueblo.
En su esencia misma, un tesoro es un secreto; rescatarlo es algo que se hace a hurtadillas, con sagacidad y discreción. Pero como se dice comúnmente, el amor y el dinero son cosas que no se pueden ocultar. Por eso, para algunos pobladores de estas localidades, cuando de la nada familias poco afortunadas comenzaban a tener dinero, se pensaba que habían encontrado uno. Aunque por su propia naturaleza de ocultación resulta difícil especular sobre su existencia, es sumamente plausible y quizá más común de lo que pensamos hallarlos. Las antiguas familias acaudaladas a lo largo de toda la república, guardaban estas riquezas en el subsuelo por temor a ser despojados de ella, así que muy probablemente, estos hallazgos son reales.
–
Si vives en México, seguramente creciste con decenas de historias sobre tesoros enterrados. Nuestras abuelitas se encargaban de contarnos que, en sus pueblos, existía la leyenda de algún fantasma que resguardaba estos bienes. A nadie le constaban, pero “se sabía” que estaban en algún lugar. Y es que después de la Revolución, las zonas rurales de México se convirtieron en un escenario de mitos y verdades excéntricas que, de una u otra manera, han conformado nuestra cultura e inevitablemente, nos hacen ser como somos. La línea que divide a la Historia con el imaginario colectivo, es muy borrosa. Si quieres conocer más sobre este personaje, descubre estas “8 cosas de Pancho Villa que ni siquiera imaginabas” y conoce estas “Fotografías de un México que tuvo que morir para que pudiéramos vivir”.
*
Referencias
Taibo II, Paco Ignacio, “Pancho Villa, una biografía narrativa”. Ed. Planeta, México 2006.
La Jornada