“Eso le pasa por puta”.
Un video viralizado en redes sociales desató el linchamiento de una mujer que únicamente ejercía uno de sus derechos fundamentales: su libertad sexual.
Decenas de medios pasaron por alto algunos de los fundamentos periodísticos esenciales y reprodujeron el video y las respuestas que generó, promoviendo la ignominia de la exhibida.
Los medios han echado mano de las redes sociales y la viralización de contenidos para empoderarse como nunca antes. Cuentan con la capacidad de señalar y decidir qué contenidos reproducen, retoman y presentan, sin importar si atentan contra la vida privada e intimidad de los exhibidos.
De acuerdo a la Biblioteca Jurídica Virtual, la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información, en la que se dispone como límite al derecho de acceso a la información pública el derecho a la vida privada, al considerar a los datos personales como información confidencial, tal y como lo prevé el artículo 18 que dice:
“Como información confidencial, se considerará Los datos personales que requieran el consentimiento de los individuos para su difusión, distribución o comercialización en los términos de esta ley”.
La víctima jamás dio su consentimiento.
Pero los medios fomentan el escarnio público con cada encabezado, teniendo siempre en mente el poder de influencia que tienen en su público y los efectos que podrían provocar: que los lectores o receptores de la imagen tomen el papel de inquisidores, o en el mejor de los casos, de jueces.
Es un procedimiento que destruye los fundamentos esenciales del periodismo digno y que rompe la barrera entre libertad de expresión y difamación.
Sin esta presentación que hacen los medios de ese contenido viral-banal, muchos de los linchamientos ni siquiera tendrían cabida, porque sin ellos los inquisidores no tienen nada, no tienen materia prima con la cual proceder.
Religiosamente, deciden “subirse al tren” para complacer a sus lectores y generar más clics, sin importar si lo que muestran tiene objetividad o si representa una intromisión.
Uno de los casos que representa a la perfección este mal que acecha al periodismo en tiempos de redes sociales es el de #LadyCoralina.
La “lady” en cuestión, en realidad responde al nombre de Emma, una mujer originaria de Hermosillo que decidió irse con sus amigas a Playa del Carmen a su despedida de soltera. Sabemos que Emma es libre de hacer lo que le plazca y como todas las figuras que no pertenecemos a la lista de entes públicos, no pensó que su intimidad sería expuesta en ningún espacio.
Un video que la muestra besándose con un hombre desconocido durante una fiesta en Playa Coralina se hizo viral internacionalmente y desató una serie de críticas. Una de las más populares y replicadas sentencia que se merecía ser abandonada por su prometido y que cancelaran su boda por “puta”.
¿Por qué debía tomar precauciones? ¿Por qué se tuvo que haber cuidado del señalamiento y la burla? ¿Por qué debió temer la irresponsabilidad mediática más que a un teléfono celular que la grababa?
En ningún momento debió hacerlo, porque en ningún caso contaba con la omnipresencia y omnisciencia mediática, que provocó la anulación de su boda, de su prometido, de su reputación y de su vida privada. No es su culpa no haberse privado de su propia libertad ni hacer lo que quisiera.
La culpa es de los medios porque ellos les dieron el poder de usar la palabra “puta” o cualquier otro calificativo a miles de ajenos a la vida de Emma. Porque ellos les dieron el material necesario para que se transformaran en cuestión de horas en jueces, poniéndola bajo escrutinio.
La culpa es de los medios porque ellos retoman información y desinforman. Porque el periodismo de valor no concibe que algo se publique sin un objetivo claro, sin el ansia de transmitir algo valioso.
Pero los medios cada vez saben menos de periodismo digno. Hoy publican imágenes sin ningún objetivo más que el de provocar morbo y controversia barata.
Y de paso destruyen la dignidad y el matrimonio de una mujer que a todas luces es inocente.