¿Cómo nos percibe la persona que amamos?
Mientras la fotografía muestra todo como el reverso del ojo, la pintura es el filtro de la realidad a través de las obsesiones y deseos del artista. Hay algo romántico en esta declaración pero al hablar de la inmortalización de los amantes de artistas a través de la historia, se vuelve una sentencia para percibir esas obras con otro matiz.
En literatura está la representación que hizo Marcel Proust de su amante y chofer, Alfred Agostinelli, a quien transformó en Albertine, el personaje por antonomasia de las relaciones tortuosas y difíciles en el siglo XX con su novela “En busca del tiempo perdido”. Algunos comentan que escribió esta obra monumental de siete tomos después de que su amante muriera en un accidente aéreo.
En el arte existen muchos casos de representación del amante. Pero uno de los más siniestramente espectaculares fue el de Francis Bacon y George Dyer.
Las pinturas de Bacon llevan el grotesco de la vida cotidiana a representaciones ambiguas y monstruosas a las que parecen haberles pasado por encima un cuerpo humano supurante o un caracol gigante, como él mismo aseguraba.
Sus trazos confunden colores, diseminan contornos y revuelven la fisonomía de los rostros.
Días antes de inaugurar una exposición del pintor en 1964, George Dyer entró al estudio de Francis Bacon para robarle; éste lo descubrió en el acto y le dijo: “Quítese la ropa y métase en la cama conmigo. Podrá conseguir todo lo que quiera”. Al menos eso era lo que contaba Bacon sobre cómo conoció a su ladrón. La locación de su primer encuentro fue en realidad bastante común, en un pub de Soho donde Dyer le invitó un trago al pintor.
Mantuvieron durante ocho años la relación que ese día nació, periodo en el que Dyer fue el principal modelo para las pinturas del irlandés. En ese tiempo pintó algunas de sus obras más conocidas.
Entre las pinturas más destacadas están “Georges Dyer en un espejo” 1968.
O “Retrato de Georges Dyer hablando” 1966, que en 2014 se subastó por 36 millones de euros.
Fueron años intensos, inestables, imprevisibles y de dependencia emocional, lo que se nota en los cuadros de esa época: sexo, muerte y dolor combinados en las mismas pinturas desgarradoras.
Llegó 1971, en la víspera de la inauguración de otra exposición, Francis Bacon volvió a sorprender a Dyer ahora en el baño de un hotel de París; inerte. Logró quitarse la vida ingiriendo una desmesurada cantidad de pastillas para dormir y alcohol dos días antes de la inauguración de la exhibición.
George Dyer sufría depresiones constantes y había intentado suicidarse en varias ocasiones antes de esa noche.
Después de su suicido y hasta 1974, Dyer siguió siendo el modelo de Bacon; hasta que conoció a John Edwards.
¿Qué habrá pensado la primera vez que Dyer vio uno de los cuadros de su amante para los que había posado y tal vez había inspirado? ¿Qué habrá cruzado en su mente al verse monstruosamente deformado?, ¿habrá visto algo de él que ya intuía en ese abismo de colores que eran las obras de Francis Bacon?
Esas representaciones grotescas pueden demostrar que del amor al odio no hay ningún paso, como suele decirse, sino arte.
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