«Decadencia», le llamarían algunos. «Locura», lo consideraron en algún punto. «Un atentado contra los valores norteamericanos»: frase ideal para quejarse de la homosexualidad. Si es así, entonces no existen personas con mayor gallardía. Para realizar un atentado se necesita valor; un sentido de decisión; una misión clara y una absoluta confianza de lo que se está realizando es para sacudir el statu quo, y –en el caso de las personas gay– rechazar el orden establecido, creando un mundo nuevo en el que sean aceptados como cualquier otra persona, sin prejuicios, sin adjetivos; sin el miedo a ser atacados, como si fuesen terroristas.
Primero existe un conflicto interno. «¿Por qué soy distinto?». «¿Por qué no me siento como debería?». Imaginamos a los primeros homosexuales que tuvieron que luchar para reconocerse. Pensamos en los jóvenes norteamericanos que crecieron bajo el ideal falso de la familia tradicional, cuya integridad no podía ser transformada ni corrompida. Fueron criados, convencidos de que forzosamente tenían que ser de cierta forma, sentirse atraídos por personas del sexo opuesto y que su propósito era sólo el de casarse y procrear para mantener el ciclo. ¿Cómo fue su lucha para deshacerse de esos ideales y aceptar la realidad y sus verdaderos deseos?
Para darnos una idea podemos mirar las fotografías de Meryl Meisler, cuyos autorretratos muestran su conexión con el pasado y el contexto que la marcó de cierta forma y la intrepidez con la que profana ese espacio, descubriendo su sexualidad en el instante.
En complejos encuadres, la fotógrafa originaria del Bronx en Nueva York tomó esas imágenes durante su periodo universitario, volviendo a casa y permitiéndose bailar alrededor del lugar que la vio crecer. Tal como cuenta en una entrevista con Vice, la mujer tuvo sus raíces en un hogar tradicional y aunque sus padres eran afectos del arte, siempre la orillaron hacia las disciplinas consideradas “femeninas”. De igual forma, pasó gran parte de su adolescencia y su temprana adultez saliendo con hombres e intentando relaciones con ellos, pero siempre tuvo una duda dentro de su mente que le hacía sentir que lo que hacía no le aportaba felicidad y que deseaba algo diferente; más grande.
Al mismo tiempo, vio que ya no era la misma persona que creció ahí, sino que era distinta; alguien más valiente, intrépida y sensual. Al mirarse en las imágenes notó que su feminidad no era igual a la de otras, sino que existía algo más complejo detrás de sus poses. La fortaleza que miró en ellas la impulsó a llevar más lejos su energía y a notar que probablemente adoraba más el cuerpo de las mujeres —y aun más el suyo— que cualquiera de los hombres que había conocido.
Fue entonces cuando el miedo desapareció. Todas las dudas de pronto se despejaron y sabía quién era la mujer en las fotografías: alguien que aceptaba su sexualidad en todos los sentidos. Ya no temía de su atracción por las mujeres, ni de los pensamientos que no encajaban con el ideal norteamericano del que todos hablaban, pero que nunca habían visto. No sólo se halló como fotógrafa —después de estudiar arte—, sino también la razón para sonreír y ver que su individualidad era hermosa y que si era necesario gritarlo, lo haría; tenía el valor suficiente para modificar el mundo para su conveniencia y disfrutar de quien era, no sólo en su habitación, sino en todas partes.
Las fotografías de Meisler son únicas, pero muestran una realidad que viven millones alrededor del mundo, incluso ahora que vivimos en tiempos más “abiertos”. Es en esos momentos privados en los que explotamos dentro de nuestros hogares que nos damos cuenta quienes somos. Cuando nos miramos en el espejo y aceptamos finalmente quien somos es el momento de la absoluta felicidad. Es la culminación de años de dudas creadas por un statu quo que no va con nuestro pensamiento, aquel que debemos romper diciendo «éste soy yo» y exigir un lugar en el mundo.