La cultura llegó de todas partes: de los libros, de los teatros, bares, cines, instrumentos musicales, comidas exóticas o regionales; del sincretismo, sobre todo, y de las democracias y otras formas de gobierno. Hay cultura búlgara, alemana, inca, maya y les juro que si menciono todas las civilizaciones estudiadas en los libros de historia, no acabaría de escribir esto nunca.
Incluso hay cultura en las formas, en los sistemas, en la estética y su puta madre. Ésta se ha ido construyendo naturalmente con el pasos de los años, muchos años. Pero es triste darse cuanta cómo el éxito de ella depende, en la mayoría de los casos, aunque no en todos, de las afinidades que se dan entre los hombres, de los prejuicios, de lo que agrada y desagrada, de creencias, ideas y teorías que, siendo inevitablemente las mismas, cambian de forma para acabar con la búsqueda de su propia identidad ideológica.
Pero así es el hombre, construyendo un mundo que no puede estar hecho más que a su imagen y semejanza; de la búsqueda de la felicidad por medios legales e ilegales, a través de resignación o rebeldía. Atosigada por su reinado en la tierra, La cultura se ha lanzado a la tarea de romper con la ignorancia, olvidando que es otra condición del género humano, del hecho de ser hombre.
En lo personal, creo que es como hacer agujeros en la tierra y después taparlos. Pues, como algunas vez dijo mi madre: son muchos los libros no leídos, pero aún son más los olvidados. Por eso, cuando pienso en el pleonasmo de una cultura colectiva, pienso no sólo en la globalización bárbara causada por el sincretismo que se vive día a día en el mundo de los hombres, sino también, en la fuerza y la belleza de aquello que sólo se mira desde la continua creación y destrucción artística.