Para los desertores del tiempo y los fugitivos de la realidad, el silencio y la procrastinación se vuelven su mejor arma de defensa, así se evitan a sí mismos y que alguien, arbitrariamente, les cuestione sobre el pasado o el futuro con una curiosidad tan genuina, como saber el pronóstico del otro.
Bajar de peso, hacer ejercicio, beber menos, liquidar deudas, estudiar un posgrado, aprender un idioma, conseguir pareja y viajar, por lo general, son los culpables de que se dé la gracia de procrastinar, como si vivieran en un tira de Mafalda y uno de sus amigos tras leer el refrán: “no dejes para mañana lo que puedes hacer hoy”, dice: “desde mañana empiezo”.
La zona de confort se vuelve campo de batalla para los que renuncian a los plazos, para ellos no existen los minutos, meses ni años, solamente el cambio de turno del día a la noche y viceversa, como si fueran recepcionistas de la rotación de la Tierra y vieran la vida pasar, mientras dejan para después lo elemental y muy apenas atienden lo urgente.
Excusas sobran, pero cuando alguien sube la escalera de la existencia, los desertores del tiempo sienten una ansiedad que apenas pueden calmar. En silencio se cuestionan: ¿Qué? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué?
Responden a ese cuestionario, una tarde cualquiera, en su cabeza, y después continúan escondiéndose en la alegoría de la caverna, encadenados de manos y cuello, dispuestos a seguir un sólo camino: el de posponerlo todo, por no ver más allá de los sentidos, dejarse llevar por la pasarela de las sombras de la rutina y dejar de lado, la parte que Platón consideraba importante: la razón, en la que los deseos se encuentran en la liberación del ser humano, ver la luz de la hoguera y enfrentar una nueva realidad, la de actuar y dejar de procastinar.
La gracia de procastinar es la distracción ante cualquier estímulo, ya sea que alguien diga que su comida ya está lista, el comienzo del programa favorito, cualquier notificación de Facebook, un mensaje, o cosa que mantenga dispersa la concentración.
Jalil Gibran decía en “El Profeta” que lo infinito en el ser humano, es que sabe que la vida ignora la medida del tiempo, sabe que el presente es el recuerdo del ayer y el mañana es el sueño del presente.
Si tan sólo los que procastinan supieran que la eternidad es una utopía, que sólo quienes registran sus devaneos pueden hacerla posible. Apenas los deadlines los hacen reaccionar como si sus acciones a prisa encendieran un fósforo y provocaran un milagro: actuar. Pero el cerillo no logra encenderse, el miedo castra a los desertores del tiempo.
Tiemblan ante la mínima posibilidad de cambio o ver frustrados sus deseos, prefieren dejar a la suerte su futuro, enloquecer en abonos y, de repente, creer que están bien, cuando en realidad el aburrimiento en su interior les dice que necesitan ser iluminados por ese cerillo que se resisten a encender, que prefieren dejar para después lo que podría ser algún comienzo.
La audacia y la disciplina son el antídoto para los que acostumbran la gracia de procastinar, pero es sólo para unos cuantos, los que se atreven a dejar la pereza y el miedo con el típico “luego, luego, ya que pase esto” como consigna.
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Algunas veces sentimos que nuestra vida se ha estancado, que ya no avanza y que cualquier decisión que tomemos no tiene sentido; pero, es probable que en realidad necesitemos cambiar ciertos aspectos, y tengamos que someternos a la dolorosa renovación del águila real para recuperar el sentido de nuestra vida.