Septiembre de 1910 llegó como una fecha que el gobierno de México no podía dejar pasar. No sólo se trataba del festejo del Centenario de la Independencia nacional, sino de algo apenas más importante para el régimen que entonces cumplía tres décadas y media en el poder:
En el papel, era la oportunidad perfecta de lanzar a México al concierto internacional, una presentación extraoficial como nación soberana que después de un turbulento siglo de conflictos internos, había encontrado su camino hacia el desarrollo –lo que quiera que esto signifique– tomando la estabilidad política y la mano dura como estandarte.
No sólo eso: también se trataba de exaltar un sentimiento nacionalista, que había rescatado algunos héroes elegidos minuciosamente, pero al mismo tiempo, de mostrar al mundo que –al menos en apariencia– la mexicanidad se basaba más en las costumbres europeas que en las raíces de pueblos originarios y la gente de a pie. Tal fue la lógica porfirista que desde 1907 comenzó a preparar los festejos, precedidos por una comisión encargada específicamente de la logística y planificación de la celebración de 1910.
Las aspiraciones francesas, el art noveau, los monumentos y grandes obras públicas: todo cabía en el entusiasmo de la ensoñación positivista. Desde el discurso del poder, la modernización estaba en puerta y resultaba irremediable. No había más que dejarse llevar para hacer de México un país que rodaba por las vías del progreso.
El clímax de la celebración llegó con un desfile multitudinario la tarde del 15 de septiembre, un recorrido curioso de la historia de México desde tiempos prehispánicos, un espacio de aparición donde –desde la óptica de lo liquidado históricamente y lo que no es más– lo indígena sí era aceptado. Una cena de lujo en Palacio Nacional con más de 8 tiempos, vals austriaco e invitados especiales de todo el globo. También fue el estreno de los focos con motivos alegóricos en el Zócalo, que llegaron para convertirse en una seña particular de las fiestas patrias, mientras cada día del mes se convertía en una oportunidad pública para presentar una inauguración, festejos militares y un sinfín de actos protocolarios ante los ojos del mundo.
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No obstante, en la realidad se trataba del último suspiro de un régimen que celebraba el Centenario de Independencia atropellado por movilizaciones sociales y revueltas populares que habrían de detonar el polvorín de la Revolución en todo el país. Un epílogo fastuoso de tres décadas forjadas a sangre y fuego, donde se estrenaron las prácticas políticas que más tarde habrían de convertirse en el modus operandi de la esfera de poder en México a lo largo del siglo XX, un régimen que concentró la riqueza, consintió la esclavitud, designó gobernadores a elección del presidente y mostró su cara más férrea en las guerras de baja intensidad –que bien podrían calificar como genocidios– contra mayas y yaquis. Un régimen que ningún despistado en pleno siglo XXI debería echar de menos.