Ocho hombres exhaustos y moribundos tocan tierra firme después de trece días de naufragio. Es 1511 y la empresa de la conquista española está en marcha. A veinte años de la llegada de Colón, los pueblos originarios son sometidos a sangre y fuego en Cuba, La Española y las demás Antillas; sin embargo, aún no hay noticia de esto en la América continental.
En la península de Yucatán, las provincias mayas aún conservan el esplendor de su cultura, pero la población ha disminuido y los centros urbanos se diversifican hacia otros cuerpos de agua después de una época de conflictos. La arena fina y pálida acoge a los sobrevivientes del hundimiento y naufragio de La Santa María de la Barca: se trata de marineros españoles que sin armas ni fuerza para oponer resistencia, son capturados por los cocomes, una tribu maya que sacrifica y encarcela a todos, excepto a Jerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero, que logran escapar sólo para caer en manos de otro cacique de la región.
En el corazón de la península, ambos marineros españoles sirven de esclavos a Taxmar, el jefe de los tutul xiues. Después de un par de meses, su vida toma caminos distintos luego de que Guerrero es ofrecido a una tribu vecina y se convierte en sirviente de Nachán Ka’an, cacique de Chetumal.
Obligados a trabajos forzados, como cortar leña, pescar y cazar animales salvajes, Aguilar y Guerrero mantienen una postura diametralmente opuesta sobre el giro drástico que tomó su vida: Ambos dejaron España con la intención de buscar fortuna en el “Nuevo Mundo” y ahora son sirvientes de una civilización cuyas costumbres e intenciones ignoran completamente; no obstante, Jerónimo se vuelca con vehemencia en su religión e implora por su rescate, negando todo contacto no obligatorio con la tribu que lo posee, mientras Gonzalo sirve y busca comunicarse con señas y balbuceos con los mayas, ganándose el respeto entre sus captores.
Así pasan 8 largos años, en que el cautiverio y el choque cultural arrastran a cada uno hacia la locura, pero en los que cada uno reafirma sus creencias y se aferra a lo que considera, resulta la opción más viable para subsistir. En 1519, Hernán Cortés dirige su primera expedición y parte de Cuba con destino a Yucatán, tierra que se rumora, cuenta con riquezas materiales por doquier.
Luego de vencer a los mayas que habitaban en la isla de Cozumel como primer acto de la conquista de México, a los oídos de Cortés llegaron rumores de que existían algunos hombres barbados y de tez blanca, tal como él, entre las tribus del corazón de la Península yucateca. Después de consultarlo con sus hombres de confianza, Cortés decide enviar una carta a través de un mensajero maya hacia las tribus donde los vencidos aseguraban, había dos hombres de los mismos rasgos que el conquistador:
«Señores y hermanos: Aquí, en Cozumel, he sabido que estáis en poder de un cacique detenidos. y os pido por merced que luego os vengáis aquí, a Cozumel, que para ello envío un navío con soldados, si los hubiésedes menester, y rescate para dar a esos indios con quien estáis; y lleva el navío de plazo ocho días para os aguardar; veníos con toda brevedad; de mí quinientos soldados y once navíos; en ellos voy, mediante Dios, la seríes bien mirados y aprovechados. Yo quedo en esta isla que se dice Tabasco o Potonchan».
La intención de Cortés es aprender más de los indígenas a partir del conocimiento que estos dos hombres, recluidos entre los pueblos prehispánicos por años, podrían aportar a la consecución de la conquista. Dos días más tarde, la misiva es recibida por Aguilar y con lágrimas en los ojos, la presenta la carta a su cacique, quien enterado de la invasión extranjera a Cozumel, le concede la libertad.
Jerónimo de Aguilar recorrió cinco leguas caminando hasta llegar a Chetumal, donde yacía Gonzalo Guerrero; sin embargo, a su llegada encontró a un hombre completamente distinto del que fungió como compañero de encierro, ocho años atrás: de aquel marinero español que decidió lanzarse a la aventura, sólo quedaba la misma mirada serena y una prominente barba. No portaba armadura alguna, ni botas o camisa de algodón a la usanza europea.
En su lugar, Guerrero vestía con ropajes mayas que dejaban entrever su piel antes blanca quemada por el Sol. En vez de sombrero, Gonzalo había recogido su cabello como los prehispánicos y llevaba zarcillos en las orejas perforadas, un símbolo ritual que identificaba a los guerreros mayas. Su espalda y brazos estaban decorados con tatuajes, signo ritual inequívoco de aceptación y pertenencia a una tribu. El ahora estaba a cargo de un destacamento y era uno de los jefes militares del señorío de Chetumal, sitio al que ascendió poco a poco gracias a su pericia en la estrategia y la adopción de la cultura maya como propia.
Gracias a su previo conocimiento castrense, Guerrero guió al jefe Nachán Ka’an a importantes victorias sobre sus enemigos, combinando las formaciones y estrategias militares españolas con las tradicionales, creando tácticas tan efectivas como desconocidas en este lado del mundo. Gonzalo no sólo cuidaba del pueblo de Chetumal, veía por Ixmo, la primera de tres hijas y sus hermanos menores, pero ante todo, profesaba un amor profundo por Zazil Há, hija de Nachán Ka’an, cuya piel del color de esta tierra había despertado un erotismo impensado en él. Ante la atropellada y eufórica lectura de la carta de Aguilar, Guerrero se limitó a decir:
«Hermano Aguilar: Yo soy casado y tengo tres hijos, y tiénenme por cacique y capitán cuando hay guerras: idos con Dios, que yo tengo labrada la cara y horadadas las orejas. ¡Qué dirán de mí desde que me vean esos españoles ir de esta manera! Y ya veis estos mis hijitos cuán bonicos son. Por vida vuestra que me deis de esas cuentas verdes que traéis, para ellos, y diré que mis hermanos me las envían de mi tierra».
A partir de ese instante, las vidas de ambos marineros tomaron un camino diametralmente opuesto, decisivo para la empresa de la conquista. Seiscientos años después, la historia de Gonzalo Guerrero, el hombre que en su afán de conquista fue conquistado y decidió unirse a los mayas, aún resuena en el sureste mexicano con el viento suave, como un secreto a voces o un débil recuerdo lejano.
Mientras Jerónimo de Aguilar se incorporó a la expedición de Cortés con rumbo a México-Tenochitlán y sirvió de intérprete junto a Malinalli, Gonzalo Guerrero se enfrentó en batallas encarnizadas en la defensa de Yucatán. El extremeño participó en los combates contra invasiones españolas encabezadas por Juan de Grijalva, Francisco Hernández de Córdoba y Francisco de Montejo y ayudó a los mayas a resistir estoicamente durante años ante la subyugación, el genocidio y el olvido que significó la conquista en todo el continente americano, pereciendo en combate en lo que actualmente es Honduras en 1536.
Referencias:
Flores Guerrero, David, “Los Mayas de Yucatán: la pérdida, intercambio y legado”, Revista Digital Universitaria, UNAM, 2013.
Díaz del Castillo, Bernal, “Historia verdadera de la conquista de la Nueva España” (1632), Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.