Filipinas es un país que recientemente ha relucido por las políticas controvertidas de su presidente Roberto Duterte, así como por la grave crisis humanitaria que atraviesan en consecuencia de la guerra contra el narcotráfico, es por ello que muchos fotoperiodistas han viajado al país, o bien, los locales han hecho lo propio para realizar la denuncia de las pésimas condiciones de vida en la nación asiática.
Las fotografías de este artículo pertenecen al fotoperiodista Noel Celis, oriundo de Manila y que ha dedicado parte de su carrera a capturar el impacto de la guerra contra el narcotráfico de Duterte, así como las condiciones de vida en las prisiones del país. Es ahí donde se inscriben la serie que retrata cómo es la vida dentro de la Prisión de la Ciudad de Quezon, en Manila, el centro urbano más rico y poblado de Filipinas.
La prisión de la Ciudad de Quezon originalmente fue construida para albergar 800 presos, no obstante, en la actualidad habitan en su interior hasta 3 mil 800 personas. La mayoría de sus habitantes no han sido condenados y siguen en espera de un juicio. Según cifras de la Oficina de Gestión de Cárcel y Penología de Filipinas entre el 85 y 90 % de 94 mil prisioneros están en juicio o en espera de uno, al tiempo que algunos presos han superado el tiempo de condena antes de haber sido propiamente enjuiciados y culpados.
El tiempo de encarcelamiento sin una convicción también es un síntoma claro de la corrupción e ineficiencia de la burocracia filipina, además de la falta de personal —en particular de jueces— en los tribunales y el alto número de casos a resolver, una situación que viola los derechos humanos de los presos.
Las condiciones al interior del penal son infrahumanas: la insuficiencia de camas, baños, comida, servicios de enfermería resulta notoria. En general, la carencia de condiciones básicas de una vida salubre e higiénica no es sorpresa bajo un régimen que criminaliza el uso de las drogas, al grado que deshumaniza a todo sospechoso. Si a ojos de Duterte y su política resulta perfectamente válido asesinar a los llamados pushers —gente relacionada con la droga ya sea por oficio o recreación—, la misma lógica aplica en las carencias de servicios básicos para los convictos.
A esta terrible perspectiva también se suma otro problema: aquellos que están en prisión por temas relacionados con las drogas no tienen oportunidad de pagar fianza o apelar la decisión de los jueces, agravando la sobresaturación de las prisiones.
La fuerte política de represión y guerra contra el narcotráfico de Duterte también ha guiado a que las personas relacionadas con el comercio ilícito de drogas o consumidores de éstas se entreguen a las autoridades para evitar ser asesinados a sangre fría. Puesto que vivir en un lugar sobresaturado, en el que se duerme en escaleras es mil veces una mejor opción que perder la vida, incluso cuando sean inocentes o no merezcan la cárcel. En entrevista para Reuters, un prisionero resume este afán de mera supervivencia:
«Es más seguro aquí. Afuera, si la policía quiere dispararte, te dispara y después dicen que eres un pusher de droga».
Así es como cerca de 4 mil personas conviven día a día en espacios reducidos, improvisan hamacas con sábanas viejas, duermen en el espacio de un escalón, preparan sus comidas junto a las fuentes en las que los demás presos se bañan o se cortan el cabello a medio patio con total naturalidad. La presencia policial en el lugar también es mínima, pues aunque existe una administración que supone mejorar sus condiciones (pero cuyo mejor esfuerzo es organizar sesiones matinales de ejercicio y concursos de baile), en realidad el control de la población la tienen cuatro bandas en su interior con sus respectivos líderes.
Noel Celis explica en Time el propósito no sólo de esta serie, sino de su labor como fotoperiodista en general:
«¿Cuál es el uso del fotoreportaje si los lectores o el mundo sólo van a apreciar las fotografías como arte. Si no hay reacción sólo pueden ser estas dos: La fotografía es un fracaso o al mundo no le importa y el mensaje no llegó».
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