Las culturas antiguas esculpían relieves, estatuas sedentes y bustos realistas de personajes que fueron importantes para el progreso político, económico y cultural de sus propias civilizaciones. Los chinos de la dinastía Ming (1368-1644) solían pintar en seda y con tinta china los retratos de los emperadores del momento con la intención de volverlos inmortales en forma de agradecimiento. En México, actualmente se tiene la costumbre de esculpir en bronce al presidente saliente para después colocar dicha estatua en la Calzada de los Presidentes, ubicada en la Residencia Oficial de Los Pinos. Así le damos –consciente o un inconscientemente – el valor de cuasi héroe nacional a quien -quizá- fue más bien villano en esa novela que se redacta durante seis años.
La imagen rebasa el valor del hombre: Los personajes históricos son simples figuras que adquieren importancia, más allá de su relevancia en el desarrollo de la sociedad y las causas por las que murieron (su tragedia), por la exaltación de su persona y la imagen que lo vuelve eterno, casi un dios, en los renglones de los libros de Historia. El héroe puede definirse como “aquél que se distingue por haber realizado una hazaña extraordinaria, especialmente si requiere mucho valor”. En México hemos deformado esta definición.
“Desde la primaria, nos exponen a los héroes nacionales como se nos presenta a Mickey Mouse o al Pato Donald, es decir, como personajes de ficción…”
En este país es fácil identificar a los héroes que nos dieron Patria (con mayúscula) porque la Historia de México es un compendio de cuentos y prosas barrocas que generan imágenes mentales cuyo objetivo es brindar cohesión e identidad en una sociedad que aún no sabe si es de aquí o de allá.
Para la comprensión del surgimiento del héroe, me tomaré la libertad de remitirme a la sátira y al humor de Jorge Ibargüengoitia:
“Los héroes, en el momento de ser aprobados oficialmente como tales, se convierten en hombres modelo, adoptan una trayectoria que los lleva derecho al paredón y adquieren un rasgo físico que hace inconfundible su figura: una calva, un brazo de menos; ya está el héroe, listo para subirse al pedestal. Todo es muy respetuoso, pero ¿quién se acuerda de los héroes? Los que tienen que presentar exámenes. ¿Quién quiere imitarlos? Yo creo que nadie. Ni los futuros gobernantes.”
Entendamos, entonces, que la relevancia del héroe nacional mexicano no surge de la importancia de los hechos que lo formaron, sino de la aprobación oficial (quizá más burocrática y no tanto historiográfica) y de la imagen que se genera en el imaginario colectivo. En México, los verdaderos héroes están a la vista de cualquiera: Es héroe quien inició una larga batalla a favor de la recuperación económica-política de la clase criolla en la Nueva España, como también es héroe aquel minero de Medallo que tuvo el valor de colocarse una gran piedra sobre la espalda y encender (con aceite o con brea) la puerta de la Alhóndiga de Granaditas.
Desde la primaria, nos exponen a los héroes nacionales como se nos presenta a Mickey Mouse o al Pato Donald, es decir, como personajes de ficción que son asexuados, relevantes por sus actos, aburridos en su lectura, importantes para la comprensión de lo que somos y –lo más importante– se nos presentan como miembros del santoral de la Historia de México. Vayamos contra corriente y tomemos como ejemplo al denominado “Padre de la Patria”, Miguel Gregorio Antonio Ignacio Hidalgo y Costilla Gallaga Mandarte y Villaseñor: Este hombre, mismo que los pintores traducen al ojo como un anciano de calva reluciente y sotana impecable, era un genio en toda la extensión de la palabra. Miguel Hidalgo era un sacerdote liberal y mujeriego; solía cuestionar la Biblia (pesa a haber pasado 27 años de su vida en universidades católicas), era partidario de la lectura sagrada con “libertad de entendimiento”; hablaba y escribía en castellano, italiano, francés y latín; dominaba lenguas autóctonas como el otomí, el náhuatl y el tarasco; leía los libros prohibidos en tiempos del Index Librorum Prohibitorum; cuestionaba el poder del agua bendita; criticó a Santa Teresa por “ilusa” y “loca”; se adentraba a las páginas de Moliere, Diderot y Rousseau; también solía analizar textos como El Corán. En pocas palabras, Hidalgo no era –en esencia– un sacerdote, usaba su investidura no con el objetivo de adoctrinar a su comunidad, sino teniendo como pilar el cuestionamiento, la duda y la búsqueda de la verdad. Palabras más, palabras menos: Miguel Hidalgo y Costilla era un gran intelectual revoltoso.
“Es preciso aclarar que existe una versión no oficial que dice que aquella campana fue hecha por alquimistas, misma que tenía un poder superior y que fue fundamental para trazar los caminos que abrieron aquellas campanadas”.
La libertad de pensamiento del cura Hidalgo, obligó a los altos funcionarios del Clero a enviarlo a la comunidad de San Felipe. En 1793 Hidalgo fue exiliado a una periferia lejana para evitar (o al menos apaciguar) la transmisión de enseñanzas incorrectas a los feligreses de las grandes ciudades de la Nueva España: Ciudad de México, Puebla y Veracruz. Esto quizá nos explique porqué la conspiración contra los peninsulares surgió en el centro de México (Santiago de Querétaro, San Miguel el Grande, Guanajuato y Celaya) y no en la capital novohispana.
La pirámide que jerarquizó las castas y, por consecuencia, que dio una organización social desde 1521, ponía a los criollos en segundo lugar ante la toma de decisiones. Este hecho de desigualdad y la presencia de Pepe Botellas (José Bonaparte) en el trono español, fueron los motivos que llevaron al cura Hidalgo a reunir chatarra metálica (cucharas, tenedores, jaladeras de cajón, palmatorias, etc.) para su posterior fundición y creación de una campana cuyo timbrazo llegara hasta Europa para ser escuchados por Fernando VII. Todo esto con el objetivo de exigir la igualdad entre peninsulares y criollos en el Nuevo Mundo. Es preciso aclarar que existe una versión no oficial que dice que aquella campana fue hecha por alquimistas, misma que tenía un poder superior y que fue fundamental para trazar los caminos que abrieron aquellas campanadas, misma que sería fundida para fabricar un cañón.
Es probable que el cura Hidalgo sea considerado el “Padre de la Patria” por iniciar una guerra que más allá de exigir una Independencia, generó la unión de dos culturas por medio un estandarte que llevaba como símbolo una imagen religiosa, misma que representaba la identidad española (la madre de Dios) y la identidad azteca (Tonantzin: deidades femeninas, madres de los dioses mexicas), una virgen con nombre árabe: la Virgen de Guadalupe. Miguel Hidalgo logró lo antes impensable: armar una sociedad-rompecabezas desarticulada por las castas que trajo consigo la Colonia.
“Finalmente, estos personajes tienen valor porque sus acciones repercutieron en el progreso de la sociedad, y marcaron una parte del camino para convertirnos en lo que actualmente somos los mexicanos”.
La Historia Oficial Mexicana ha vendido la figura de este cura de una forma distorsionada. Las estatuas de Hidalgo, Allende, Ortiz de Domínguez, López Rayón, Morelos, Mina, Teresa de Mier, Guerrero, Iturbide y demás héroes nacionales son adoradas por medio de rituales cuasi-religiosos en un país cuyos personajes históricos se idolatran no por la comprensión plena de su labor en la Historia, sino por el simple hecho de que así lo dicta el “deber ser” de nuestra educación más básica. Finalmente, estos personajes tienen valor porque sus acciones repercutieron en el progreso de la sociedad, y marcaron una parte del camino para convertirnos en lo que actualmente somos los mexicanos.
En la actualidad –en un país de 120 millones de habitantes– es preocupante la escasez de ciudadanos con grandes visiones de su propia nación. El mexicano está enojado, furioso, encabronado. Se encuentra cegado. Qué razón tenía Paz al decir que “cada 15 de septiembre los mexicanos gritan por un espacio de una hora, quizá para callar el resto del año”. La furia y el miedo han amagado a grandes sociedades a lo largo de la Historia.
Lo invito, lector y lectora, a no ser de esos que se callan durante todo el año. La grandeza de nuestros héroes (los verdaderos) se encuentra en las agallas de pasar de la palabra a la acción. Disculpe mi idealismo y mi ingenuidad, pero quiero hacerle una invitación: Trabajemos todos los días por reconstruir este país con nuestras acciones. Tracemos nuevos caminos. Escribamos los nuevos párrafos de la Historia que no ha sido aprobada por los burócratas ni por los historiadores. Que nuestra causa no sea subirnos al pedestal en el porvenir, sino hacer del México de hoy un país que pueda funcionar mejor mañana. Repito: Crear un héroe es sencillo, sólo es cuestión de voluntad, palabras y acciones que se reflejen en la realidad nacional de forma positiva. Hagámoslo posible.
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