Este artículo fue publicado originalmente por Alejandro Arroyo Cano el 12 de septiembre de 2016 y ha sido actualizado por Cultura Colectiva.
¿Tienes hermanos menores o algún familiar pequeño que te alegra la vida con su inocencia y su sonrisa inquieta?
Ojalá nunca pase, pero ¿te imaginas que en este momento se desatara una guerra y quedaran expuestos a los horrores de la violencia y la destrucción, a la incertidumbre de vivir o morir?
¿Qué harías para protegerlos?
Millones de niños fueron obligados a vivir estas experiencias durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando nos cuentan estas historias parecen tan intrascendentes debido a la distancia, pero una vez que el devastador drama se transporta a un plano personal todo cambia. Quizá es tiempo de entender y sentir la magnitud del problema.
El 9 de agosto de 1945 despiertan los dos niños que tanto amas. El más grande tiene nueve años y el menor apenas cinco. Han estado viviendo días muy difíciles porque su ciudad es bombardeada. No saben bien qué pasa. Unos meses atrás la vida se trataba de juegos y de pronto todo se volvió oscuro.
«Cuando las llamas transforman en cenizas el cuerpo, el niño se da la vuelta y se aleja en silencio, así como llegó».
Aquella mañana vuelve a sonar la alerta de bombardeo. Otro ataque está por llegar. Muertos de miedo, tus dos hermanos corren a los brazos de mamá. De nuevo el miedo los paraliza. Las calles se llena de gritos y agitación. Todo es caos y desesperación. Pasan los minutos y la señal de peligro se apaga. Por un instante todo es silencio. La gente deja de correr y de gritar. Tus pequeños familiares dejan de llorar pensando que todo terminó. Que otra vez están a salvo.
La tranquilidad es interrumpida por un feroz relámpago. Un segundo después la casa comienza a arder, el ambiente se vuelve sofocante como si el mismo infierno se desatara en la tierra. El Apocalipsis inició. La bomba nuclear en Nagasakí estalló.
No hay palabras que describan lo que pasó después. Las cosas más horrendas del universo cayeron en aquella ciudad, en aquellas personas que pudieron ser tu familia. ¿Crees que lo merecían?
¿Crees que tus hermanos menores merecen vivir un infierno igual?
Meses después de la explosión, el fotógrafo estadounidense Joe O’Donnell viajó hasta el lugar con la misión de retratar las consecuencias de la bomba atómica. De entre todo el material que fotografió, la siguiente imagen impactó al mundo entero.
El niño que aparece en la imagen corrió a los brazos de su mamá minutos antes de la detonación. Llevaba a su hermano menor sobre sus espaldas. Él está muerto, al igual que toda su familia y gran parte de su comunidad.
«Vi a este niño que caminaba, habrá tenido alrededor de 10 años. Me di cuenta de que llevaba un niño sobre sus hombros. En aquellos días, era una escena bastante común de ver en Japón, a menudo cruzábamos niños jugando con sus hermanos y hermanas llevándolos sobre sus hombros. Pero este niño tenía algo diferente». Dijo Joe O’Donnell.
Según el fotógrafo estadounidense, aquel infante estaba frente a un par hombres con máscaras blancas que se encargaban de incinerar los cuerpos sin vida. Segundos después que se tomara la foto, el niño entregó el cuerpo de su hermano para que fuera arrojado a las llamas, desprendiéndose de lo último que tenía en el mundo.
El hermano mira la escena. No se mueve. No llora o hace algún gesto. Está ahí parado viendo como el fuego consume a su familia. Cuando las llamas transforman en cenizas el cuerpo, el niño se da la vuelta y se aleja en silencio, así como llegó. Ésta es la historia detrás de la fotografía que recorrió el mundo y dejó claro por qué nunca debía repetirse el desastre que casi borra del mapa a Nagasaki.
Las historias no parecen tan relevantes cuando se escuchan a la distancia, pero cuando la tragedia se vuelve personal se desata el verdadero dolor que ocurrió en ese entonces.
Para que sientas empatía con el mundo que habitamos observa las “Fotografías icónicas de los últimos 100 años” y “Datos sobre la Segunda Guerra Mundial que no conocías”.