La lucha libre mexicana es una disciplina que combina algo del teatro y deporte. La mayor parte del público –tanto aficionado como turista– está consciente de que se trata de un espectáculo donde el resultado artístico está por encima del daño al oponente, una función histriónica llena de folklore, comedia y acrobacia. Sin embargo, existe un sector del público que exige que los golpes en el pecho, las patadas voladoras y las llaves se realicen con una mayor dosis de realidad. Para ellos existe la lucha libre extrema.
Se trata de una versión que mantiene la técnica propia de la lucha mexicana, pero con mayor violencia dentro del ring. La principal empresa organizadora, la DTU Mexican Professional Fighting lleva el pancracio a otro nivel en cada espectáculo, con la promesa de complacer a la afición ávida de una lucha más sangrienta.
El fotoperiodista mexicano Carlos Jasso decidió internarse en el mundo de la lucha libre extrema en la periferia de la Ciudad de México. Las fotografías que tomó para Reuters demuestran el lado más rudo de este espectáculo.
Los eventos son celebrados en escenarios alternativos con un halo de clandestinidad, lejos de la Arena México o la Coliseo, los principales templos de la lucha libre en la Ciudad. Las fotografías de Carlos Jasso fueron tomadas en la Arena Neza, un foro secundario ubicado en el oriente de la capital, un municipio donde la pobreza y delincuencia son parte del día a día. La función principal normalmente se compone de una pelea de seis contra seis, donde se incorporan objetos como bombillas, sillas de metal, alambres de púas, tenedores y cuchillos de plástico para hacer más sangriento el combate.
La batalla escapa del ring. Mientras un par de luchadores intentan aplicarse una llave en el centro de la arena, otro más rinde a su oponente en una grada, sólo para estrellarle una bombilla larga en el pecho mientras su rostro sangrante provoca la división del público: mientras algunos lo aborrecen –“¡Ya déjalo cabrón!”– otros más lo apoyan –“Pártele su madre!”, “¡Chíngatelo!”– hasta quedarse sin voz.
Justo cuando parece que el clímax ha llegado a su fin, un luchador se impulsa en las cuerdas y cruza el cuadrilátero sólo para caer violentamente sobre el enmascarado que hace un momento reinaba en la arena. La justicia se hace presente. El ambiente es ensordecedor: “¡A huevo!”, festeja la arena casi al unísono mientras el golpeado se revuelve de dolor en el suelo.
Finalmente, después de 15 minutos de aparente brutalidad, el réferi levanta las manos de los vencedores. Los luchadores se reconocen como compañeros de profesión y se dan un abrazo, no sin antes pactar la revancha frente al público. Es hora de limpiar las heridas, al menos hasta la próxima función.
*