El hombre siempre ha buscado la manera de mantener una relación estrecha y estable con la deidad de su preferencia, ya sea para que ésta sea benevolente, caritativa y amorosa o simplemente para que no desate su furia vengativa. La humanidad siempre buscará caminos para obtener a cambio favores divinos. En distintos periodos de la historia los sacrificios han estado presentes y muchas culturas antiguas han realizado estas prácticas. En México se llevaban a cabo ritos religiosos de gran importancia entre la sociedad mexica, maya, tolteca y otras culturas.
La palabra “sacrificio” proviene del latín sacrificāre, conformada por las raíces sacro (sagrado) y facere (hacer), por lo que significa “hacer sagrado” y es precisamente lo que pasaba con los cuerpos de aquellos ofrecidos en sacrificio. Decapitados, incinerados, ahogados, desmembrados y cortados para extraerles el corazón, así eran las maneras en que los inmolados ofrecían su cuerpo y espíritu, voluntaria o involuntariamente para alimentar a los dioses. En ese sentido cada sacrificio debía realizarse de manera particular para cada divinidad.
Por ejemplo, el ritual del sacrificio para el dios del sol Tonatiuh estaba estrechamente vinculado con la guerra, ya que uno de los tantos objetivos era conseguir prisioneros para posteriormente ofrecerlos como alimento para los dioses. La preparación era un ritual sagrado en el que bailaban, bebían pulque y pasaban la noche en casa de los guerreros captores. Al día siguiente desfilaban frente al tlatoani, subían los escalones para llegar a la cúspide de la pirámide, donde ya se encontraba preparado el sacerdote con un pedernal. El prisionero era recostado en una piedra lisa y enseguida uno de los cinco sacerdotes realizaba un corte con un cuchillo en el costado del pecho para extraer el corazón y colocarlo en un cuauhxicalli, que era una vasija sagrada.
El ritual de extracción del corazón era en ofrecimiento a Tezcatlipoca, el dios del espejo humeante, quien porta un espejo en lugar de un pie para mostrar a la humanidad sus actos y decidir a quién brindar prosperidad y riqueza o bien quitarla, era muy similar al del dios Tonatiuh. La única diferencia consistía en que el elegido debía ser un joven entre los prisioneros de guerra, quien era tratado como rey durante un año y casado con cuatro mujeres; sin embargo, su destino final era el mismo: con el corazón expuesto hacia el cielo en símbolo de ofrecimiento.
Otro tipo de sacrificio era el que se llevaba a cabo para el dios de la lluvia Tláloc, cuyos participantes debían ser niños de entre 5 y 15 años de edad que tuvieran como seña particular un remolino en el pelo o que fueran especialmente llorones. Se creía que entre más llorara el niño más lluvia caería sobre los campos de cultivo, por lo que incluso le provocaban heridas, cortes o desprendimiento de uñas con tal de extraer hasta la última gota de lágrima de sus cuerpos. Al final era decapitado y su cabeza debía ser colocada mirando hacia la salida del sol y de donde caían las primeras lluvias. Inclusive, estos sacrificios podían ser multitudinarios si se trataba de una época especial de sequía.
Sepulcro azteca de un niño sacrificado, en Tlatelolco
En la región maya los sacrificios se realizaban en los cenotes sagrados, pues la creencia era que Chaac, el dios del agua y lluvia vivía en las profundidades. Se ofrecían doncellas e incluso princesas y en ocasiones jóvenes varones, generalmente ataviados con joyas preciosas como el jade y metales valiosos como el oro.
El ritual de sacrificio para diosa Toci, la diosa abuela, madre de los dioses venerada por los médicos y parteros, consistía en conseguir una joven a quien trataban con muchas comodidades horas antes de su intempestiva muerte. De camino al sacrificio, todos los acompañantes tenían estrictamente prohibido pronunciar palabra alguna o emitir algún sonido con la boca. Amarraban a la víctima en lo alto de un poste para luego arrojarla al vacío y posteriormente la decapitaban. Uno de los sacerdotes desollaba al cadáver, específicamente la zona del muslo, se colocaba como máscara ese trozo de piel y pasaba cuatro veces frente a la estatua de Huitzilopochtli, con lo cual en la cosmovisión prehispánica se creía que se aseguraba una cosecha prolífera de maíz, pues se estimulaba la fertilidad de la tierra.
Para el dios Mixcoatl, deidad asociada a la caza y a quien se le identificaba con el relámpago, la tempestad y los nubarrones, los sacrificados eran esclavos a quienes les ataban las manos y pies como venados, por supuesto lo que esperaba obtener el pueblo a cambio era contar con guerreros aptos para la caza y un motín exitoso.
En algunos casos, el paso posterior al sacrificio consistía en la antropofagia o el consumo de carne humana. No era practicada por toda la población, sólo aquellos aptos en términos espirituales y religiosos podían practicarla, pues su significado era profundo, ya que representaba una comunión entre el hombre con la divinidad.
Por ejemplo, el culto solemne de la antropofagia consistía en que el cuerpo inerte era rodado por las escaleras de la pirámide, recibido por los quaquacuiltin (sacerdotes ancianos), quienes comenzaban a destazar el cadáver y repartían sólo ciertas partes de los restos entre el Huey Tlatoani, gente de élite y parientes. La carne era cocinada con maíz y era consumida en casa del captor. A los comensales les servían un platillo divino denominado tlacatlaolli.
Lo que ahora se conoce como pozole, encuentra sus orígenes en el México prehispánico. Este platillo se preparaba en honor a Xipe Totec o Nuestro Señor Desollado. Primero se comenzaba con un sacrificio de un guerrero atado a una gran piedra cilíndrica, quien debía pelear contra los guerreros captores, quienes sí se encontraban armados. Una vez muerto, el inmolado era desollado y desmembrado para preparar el pozole. Según los antiguos mexicanos, creían que la parte del cuerpo humano con mejor sabor era el muslo, así que esa pieza estaba destinada para el Huey Tlatoani, el otro muslo y brazo eran propiedad de los guerreros y familiares.
Representación de Xipe Totec
En cuanto a la preparación, consistía en un caldo con carne hervida y cocinada junto con granos de maíz y algunas especias. Al momento de servirlo, el ambiente imperante era de gran solemnidad y respeto hacia los alimentos y su significado religioso. Era un acto puro de unión entre lo terrenal y lo divino.
Si bien los sacrificios humanos son percibidos como una práctica polémica para nuestra actual civilización, es necesario mirar estos actos religiosos desde la cosmovisión prehispánica, cuyo objetivo principal era establecer comunicación constante con los dioses responsables de todo aquello que les rodeaba.
Se trataba de recibir favores agrícolas, climatológicos, medicinales, entre otros, favores caros que eran pagados con aquello que más valor tenía para ellos: la sangre y la vida de valientes, voluntarios o infortunados que generaban vida y movimiento a partir de su muerte.
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