Pintura por Enrique Argote Garza (Coco) Vivimos en una época dominada por la industria. Cada vez se requiere menos gente para producir artículos manufacturados y por tanto, cada vez los empleados se dedican a dar un servicio y no a la mano de obra. Ahí es donde entro yo, un simple trabajador para una inmensa corporación que se dedica a ofrecer servicios de banquetes. Uno se imagina: ¿Cómo una empresa que sirve comida en eventos puede ser tan grande y producir tantos números verdes? Pero es así, el administrador general, hijo del dueño y amigo del gobernador desde la secundaria, consiguió la concesión de servir en todos los eventos políticos del país y desde hace mucho tiempo son los líderes del mercado. Yo me encargo de que todo esté como debe ser, o al menos hasta ayer, que me encontraba en el mayor evento del año. El más importante para la compañía. La cena en que todos los hombres de “poder” se reúnen: militares de alto rango, grandes empresarios, así como muchos políticos vocacionales y adinerados; en pocas palabras, todos los grandes ladrones de guante blanco del país en un mismo salón. En fin, cuando empezaron a llegar los invitados todo parecía estar a la perfección, cada uno tomaba su lugar asignado en las grandes mesas circulares y otros estaban parados platicando con sus amigos de otras mesas, al mismo tiempo que empezaban a embriagarse como era lo esperado; algunos pocos simplemente lucían sus trajes, corbatas, relojes y todo tipo de joyería que los delataba vulgarmente millonarios. Yo me reuní con los cocineros y les pedí que empezaran a calentar la comida que se serviría durante el evento. Me movía de un lado a otro, checando que nada le faltara a nadie. Ese año, Mario, el hijo del dueño y mi jefe directo, se retrasaría unas horas, así que mi trabajo era el doble que el de costumbre pero todo era cuestión de seguir la métrica de la rutina cotidiana del trabajo. Unos días antes del evento, el secretario particular del Presidente de la República, un tremendo homosexual, nos había dicho con mucho énfasis que nuestro Presidente era extremadamente alérgico a la pimienta. No especificando nada más, aclaró que por ningún motivo podríamos servir un plato con ese condimento o él mismo se encargaría de quitarnos todo nuestro prestigio. Como lo esperan: el plato principal, el cual ya se había servido, estaba condimentado con esa especie. Era tan tenue que no se detectaba a simple vista, así que dudo que el mismo presidente, ya un poco tomado, se percatara de ese grandísimo detalle. Cuando yo me di cuenta de ello, corrí para evitar que se embutiera el pollo, pero fue demasiado tarde, el plato ya se encontraba limpio. Me dio un poco de esperanza el ver de lejos al Presidente sin ningún problema, pues no paraba de hablar ni de reírse. Yo lo veía fijamente esperando lo inevitable. Un estornudo, o un cambio de color en su piel, o un salpullido que naciera del cuello, o qué sé yo qué tipo de alergia puede causar ese condimento tan inofensivo a simple vista. No podía creer como rayos se me había olvidado decirle al chef ese estúpido detalle de la pimienta, ahora todo ya estaba perdido. Me lo habían encargado a mí y sólo a mí, era tan simple como cocinar uno sin pimienta u ofrecer algo más. Evidentemente, les repito, había sido todo mi culpa, a mi se me había olvidado quién sabe por qué ese detalle de vida o muerte. Mientras pensaba desesperadamente qué escusa podría sacar de la manga para conservar mi empleo, y mi vida en caso extremo, el Presidente de la República cayó al suelo rotunda y bruscamente. Primero salió volando la silla de madera e inmediatamente después él. Se encontraba tendido en el suelo con algo raro saliendo de su boca, su respiración era tan escasa que parecía estar dormido y un tumulto de gente no lo dejaba de rodear. Se escuchaban gritos de su esposa, de senadores, gobernadores y no sé de cuantas personas más. Todo era un verdadero alboroto, su hija hasta empezó a llorar. El estado mayor presidencial no sabía qué carajos hacer. Dos médicos llegaron rápidamente para ayudarlo. Lo que se había pensado como una gran fiesta ahora no era más que un circo, un alboroto. La gente estaba dividida en grupos: los que intentaban ayudar, los que quitaban a los mirones, los familiares del intoxicado y los que hablaban por teléfonos celulares. Cuando por fin se llevaron los paramédicos al presidente, se veía realmente intoxicado, enfermo. Las cosas en el salón cada vez empeoraban más y más. Para mi mala suerte empezaban a descubrir la verdad y yo ya podría imaginar a Don Mario, el padre de Mario (mi jefe directo y amigo del gobernador) diciéndome: –No eres más que un cáncer de imbecilidad, Gabriel… ¡Estás despedido! En cuanto el diagnóstico de los paramédicos de la ambulancia fue comunicado a la guardia nacional, el secretario particular del Presidente le habló a Mario para decirle que había sido nuestra culpa y cargaríamos con toda la responsabilidad; es decir, yo estaría desempleado en unas horas y probablemente con cargos jurídicos por venganza de ese <<viejorateropelón>> que dirigía el poder ejecutivo por este sexenio. Mario me interceptó en un pequeño balcón, en el que me escondía y fumaba un cigarro, ahí fue donde me despidió. Me dijo exactamente lo que yo había imaginado, pero agregó que él se encargaría de que no encontrara un nuevo trabajo. Por la noche me encontraba en mi casa como un hombre desempleado y mi nombre ya figuraba en los periódicos y había salido en las noticias de la televisión. Estaba jodido, escuchando música y fumando un carrizo, un porro. No era justo que un hombre honesto perdiera su trabajo por haberle hecho pasar un mal día a otro hombre que casi siempre hace mal el suyo y hace pasar a toda una nación muy malos días, pensé.