México nos ha acostumbrado a ver la muerte a color: cempasúchil, calaveritas de dulce, tepache a media noche, arreglos floridos sobre lápidas. Las festividades milenarias —así como el sincretismo entre los pueblos originarios y la influencia española— a eso nos remiten y así se reverberan históricamente, quizá sea por esto que existe este sentido lúdico y de cierta aceptación cultural a lo que sucede cuando la vida se extingue. Lo entendemos tradicionalmente como una transición necesaria, más que como un punto final.
Esta actitud no existe —o no tanto así— en los países europeos, en los que se entiende culturalmente a la muerte en un tenor menos festivo. Con más dificultad aún si tomamos en consideración el estilo gótico, popular en Europa durante la Edad Media, que insiste en el uso de sombras y luces para hacer irreal y simbólico el espacio entre las bóvedas de sus catedrales de cantera. De Rumania no puede decirse algo muy distinto, a excepción de una comunidad pequeña en el extremo más septentrional del territorio: Săpânța, el pueblo de las tumbas coloridas.
Entre los locales es bien sabido que, en 1935 un escultor del pueblo se dedicó a matar el aburrimiento escribiendo sátiras irónicas en las lápidas de los habitantes fallecidos. Stan Ioan Pătraş dedicó su vida y su profesión a darle un tono más alegre al camposanto de la iglesia principal, que parecía hundirse entre la niebla y las sombras con cada día que pasaba. Con la herencia que Bram Stoker dejó sobre los rumanos con la creación de Drácula, podía decirse que la zona de Maramures —en donde se encuentra Săpânța—, tenía una reputación de estar poblada por vampiros. Así, se dejó de lado por muchos años el turismo paisajista por el afán morboso de cazar seres míticos.
Con la intención de recuperar la tradición oral y escultórica del pueblo y sus alrededores, Pătraş retomó los relatos locales para dar un tono más esperanzador a los epitafios de las tumbas, que recurrían una y otra vez al drama y a la desesperación. Para contrarrestar la dureza sepulcral de la piedra, el escultor decidió alzar cruces de madera pintadas a mano con colores vivos, y para la década de los 60 ya había terminado 800 lápidas con mensajes humorísticos para los difuntos. Cosa extraña en un territorio tan frío, con una tradición cristiana tan severa y con tan pocos destellos de color en términos mortuorios.
Tras la muerte del escultor, el camposanto rumano se convirtió en un poderoso atractivo turístico, al punto que se perdió el respeto por las familias de los difuntos, y se empezó a cobrar la entrada a los visitantes extranjeros. Sin embargo, la delicadeza con la que las piezas fueron elaboradas se encuentra muy difícilmente: es el contraste entre la ejecución y la acidez del humor negro que Pătraş utilizó para escribir los epitafios. Es así como se corona la lápida con escenas de la vida cotidiana, tal como su profesión, su vida marital, sus pasatiempos, acompañadas por un mensaje sarcástico que tuviera que ver con sus vicios u otros trapitos sucios, que sustituye el lamento de los seres queridos ante alguien que ya no está.
Las fotografías que ilustran este artículo son propiedad de Machbel
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