Se piensa en Frida como un ente indivisible de Diego Rivera: una extensión, una musa de a ratos, una amante que le dio una historia que contar en los anales del cotilleo histórico. Es quizá por esto —y por la multiplicidad de micromachismos que siguen permeando la cultura nacional— que la obra pictórica que Kahlo produjo a lo largo de su carrera artística se empalme directamente con el supuesto dolor de ruptura que le generó la relación con aquel amante poligámico, que nunca dejó de quitarle el sueño.
Sin embargo, si se examina la obra de Frida Kahlo con más de detenimiento —ya sin el sesgo cegador de verla como una damisela en apuros, como una mujer en decepción amorosa, etcétera—, resulta evidente que la propuesta artística no está por completo dirigida a una pérdida de pareja, en un vacío de abandono afectivo, o en torno a la figura del hombre que le fue fiel de palabra y no de acción. Habría que recordar que Kahlo estuvo íntimamente relacionada con las élites intelectuales de su época, y que seguro la influencia de los grandes surrealistas refugiados en México en esos años tuvo algún tipo de injerencia en su propuesta.
Si lo vemos de esta manera, la obra de Frida Kahlo se posiciona en un espectro superior: no se trata sólo de una manifestación de soledad angustiada por la figura masculina que no permanece a lado de una mujer frágil, sino de una respuesta al entorno social, político y plástico en el que la artista se desenvolvió con una facilidad poco común. Los ecos surrealistas son evidentes en la selección iconográfica que Kahlo hace, así como una crítica a la posición de objeto que la mujer ocupa en la sociedad mexicana: aquella que permite al género dominante disponer de ella, aquella que anula cualquier posibilidad de afrenta a las propuestas masculinas en el arte, aquella que la disminuye a nada menos que algo que se puede pasar por alto, como de costumbre.
Siendo entonces, en muchos casos, la obra de Frida Kahlo una afrenta a la cultura machista de México, la temática recurrente del dolor se dignifica: no se trata de un lamento constante por una figura amorosa que no existe —o que existe a ratos, según le plazca—, sino de la interiorización externada de una realidad nacional con la que no se está de acuerdo, de la que no se habla demasiado, y para la cual hay algo que decir. Se tiende a desacreditar esta búsqueda con el velo de una supuesta victimización en su obra, en una especie de culto a una personalidad creada casi mercadotécnicamente.
Además, más allá de esta lucha por un mensaje que se deja de lado, está una verdadera búsqueda estética que intenta incorporar la iconografía de los pueblos originarios a la contemporaneidad: hay un intento de reintegrar al diálogo de su tiempo la simbología atribuida a ciertos animales —como el colibrí, la pantera, el jaguar y demás especies endémicas, que seguro vivieron en su jardín—, así como la inmersión con el entorno natural, desdibujado por el aura onírica que parece sobrevolar la obra de Frida Kahlo. Si tenemos en cuenta esto, podría decirse que Kahlo reinterpreta el sincretismo: empalma el entendimiento antiguo —y sus imágenes— con el de un México híbrido que quiere posicionarse como un referente en el arte del siglo XX.
Las denuncias que Frida Kahlo hace a través de sus búsquedas estéticas trascienden, entonces, el plano meramente comercial con el que se vende su imagen algunas veces es errónea; en efecto, era una mujer excéntrica, dura y enfermiza a la vez; sin embargo, no debe dejarse de lado que la uniceja y el bigote eran más que un descuido de su apariencia: se trataba de una declaración de inconformidad, que extralimita los alcances amorosos de Diego, sus pérdidas afectivas y sus malestares físicos, de los que se hace tanto alarde. A Frida nunca debería de entendérsele —o ya no más— en términos de Diego, ni de sus padecimientos, ni del personaje mercadotécnico que se ha creado alrededor de su figura histórica. La suya es una propuesta en sí y se debe de apreciar como tal: sin Rivera, sin tranvía, sin dramas.
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