Todo cambió de un momento a otro. Yo estaba mirando por la ventana del pequeño apartamento que alquilaba. El mismo sitio en el que tantas noches dormí en la soledad de los pensamientos, en las angustias creadas por tantas carencias. El mundo es un asco cuando te da la espalda sin consideración alguna. Los colores cambian cuando las ideas son frescas y prometedoras. Ponle un poco de luz al estudio y te sientes artista, un iluminado que está en la víspera de la re invención del arte.
Y allí estaba, observando al mundo correr. Eran las once de la mañana y el teléfono comenzó a chillar. Por el puro gusto de oírlo no atendí. Gritó unas seis veces hasta que calló. Al cabo de un par de minutos volvió a la carga. Me fui a la cocina a preparar un poco de café. Regresé a la espera de que se silenciara de una buena vez. Me senté en un sillón raído, alargué mi mano derecha en donde estaba una botella con un chisguete de coñac de la noche anterior. Vacié el café al coñac. No sabía mal. Los rayos del sol comenzaban a acariciar mi cuerpo. Sería un día largo, uno más a la espera de que algo ocurriera. Iba a encender una colilla de cigarro cuando me distrajo otro petardo a mis oídos. Era el timbre de la puerta. Hacía tanto tiempo que no le escuchaba que ya había olvidado el sonido. Me apresuré con sigilo al cerrojo. Me detuve a echar ojo por el orificio, ese por donde observas quien está del otro lado. Maravillado admiré a una chica de unos veintipicos de años de buen semblante: Cabellos desaliñados, mirada firme y a su vez perdida,un cuerpo enigmático cubierto por un abrigo negro. A su lado yacía un tipo cuarentón, ojos malditos, olor demencial. Parados allí frente a mí lucían inmóviles. Callado yo husmeaba. Se escucharon unos golpes secos…
El maldito gritó: “¡Abre la puerta cobarde! ¡Sabemos que allí estás!”
En cierta forma tenía razón, la cobardía era mi querida, mi amante y compañera en la vida. Sólo mis ojos se movían. No hacía ni pío. Me dediqué a contemplar a la chica. Después de un cuarto de hora se marcharon sin decir nada más. Jalé aire con esmero y regresé a la ventana con botella en mano. Las calles expresaban aburrimiento. Sólo un chico me clavaba la mirada, lucía inmerso en sus ideales. Le correspondí con mi semblante aburrido. Me tumbé en el sillón a mirar el techo: Agrietado, enmohecido, difuso. En cierta medida lucía radiante con la luz que ya iluminaba el ambiente.
Me acurruqué para tomar una siesta y esperar la noche. Es en ella donde sobrevivía de una existencia de locura. Sin amigos, ni mujeres, sin pasta ni objetivos algunas veces me alquilaba para algún trabajito que me permitiera seguir en la ratonera esperando la caída. Me costaba trabajo pensar en pirarme al otro barrio por cuenta propia. Estaba harto de cascarme el chisme una y otra vez pensando en Roxana, Vanesa, Lorena… Y otras tantas que me mostraban a lo lejos sus encantos sin poder probarlos. Yo aspiraba a ser pintor, le di duro al pincel en los muros, en las calles, en los lienzos públicos prohibidos para los desgraciados ocupados en sobrevivir mientras la vida los va dejando con arrugas. Varias veces me encerraron. Salía gracias a que el Director del penal mandaba a que le hiciera algunos encargos.
-Si quieres salir de este agujero tienes que pintar esto para mi hija.
Generalmente me encargaba bodegones, recreaciones del barroco, uno que otro paisaje expresionista, nada complicado. Así lo pase más de seis veces, entrando y saliendo. En una ocasión me ordenó pintar una réplica de La Fornarina, me advirtió clarito: “¡Hasta que la acabes cual debe ser no te suelto cabrón!”. Me llevó un lienzo y óleos suficientes. Adentro en la trena tenía una celda, comida y uno que otro mamón que deseaba mi culo, me miraban delicado por mi oficio.
-¡Llegó de nuevo el pintor! ¡Mírenlo! Bien modosito…
Algunos reían, otros me ignoraban y unos más sólo observaban. Al menos en prisión no me preocupaba por el alquiler.
Tres semanas me llevó agradar al viejo director. Un lunes a medio día me mandó llamar con cuadro en mano a su oficina, eso fue lo que me dijo:
-Nada despreciable para un fracasado como tú. ¿Un trago?
-No estaría mal, comenté.
-Lo has hecho bien muchacho. Ahora eres libre, pero antes llevarás tu obra a la siguiente dirección.- Estiró un papel a la par que me servía whisky.
-Te aviso que Lucho, uno de mis hombres te vigilará. Tú sólo lo entregas y te largas a tu basurero, ¿está claro?
-¡Más claro que el humo jefe!
-¡Pues salud pues!- Alcé el vaso y me bebí de golpe el whisky.
-Bien, ¡ahora largo de mi vista! Ladró el director.
Ya en la salida Lucho me siguió como perro faldero. Llegamos al sitio y me obligó a tocar un timbre. Abrió un tipo de unos treinta y cinco años.
-¿Si?
-Qué tal, me mandan a entregar este encargo.
-¿Quién lo manda?
-Aquí está la nota.
Iba a darle la misma cuando escuché tras de mí un estruendo duro y ensordecedor. El tipo cayó enseguida. De su pecho comenzó a escurrir un hilo de sangre. Me voltee para ver a Lucho. Se perdió en el horizonte. Tan sólo pude apreciar que un auto le recogió.
Pasmado y hambriento, hurgué en los bolsillos del caído. Me llevé su cartera y mi Fornarina. Me escabullí de la escena a paso veloz. Tomé un taxi en dirección a ninguna parte. Me paré en un bar. Me bebí unos buenos tragos. Esa noche alquilé ese pequeño apartamento. Sablazos di a diestra y siniestra con una tarjeta de crédito que encontré en la cartera. Así llegue hasta ahora.
La tarjeta, sobra decirlo está chupada y sobregirada, agoniza. Aun admiraba la obra de Rafael colgada en uno de los muros tristes que me acogían. Me daba ánimos para no bajar la guardia: “¡Vamos! ¡Acuérdate de los grandes! ¡No sucumbas! ¡Sigue!” Sin embargo la indiferencia me derrotaba una y otra vez, la muy cabrona no concede tregua alguna. Así las cosas, me dispuse a esperar la noche en aquel sillón antiguo. Ya iba cabeceando y cerrando el ojo cuando un estallido interrumpió mi calma. No alcancé a incorporarme pues unas manos duras me aplastaron la cara, cachetes y pescuezo.
-¡No intentes nada Rodinio, te tenemos!
Apretados mis ojos, apretado una vez mas, tal cual mi vida: estrujada , oprimida, ignorada. Expectante me observaba. Mi Fornarina, entre ella y yo compartíamos miradas, silencios, complicidad, compañía.
Intenté levantarme, sentí un metal duro en mi cuello bajo la nuca. La chica y el maldito que estaban tras de la puerta aparecieron frente a mis narices. Reconocí de inmediato a la mujer. Transmitía elegancia, llevaba un abrigo obscuro, negro como la noche. Van Gogh decía que había muchos tonos negros. Me dispuse a imaginarlos en aquella silueta femenina. Mientras viajaba en mi fantasía comenzaron a llegar más personas, a lo lejos sentía las miradas, percibía los alientos y cotilleos. De aquella mujer refinada escuché una condena: “¡Es él! ¡Estoy segura!” Más que pesadumbre yo tenía expectación, sentía emoción y alegría. Por primera vez el mundo me miraba y atendía. Rodinio Vega era alguien en la vida.