Los calzoncillos equivocados, calcetines largos y feos, comentarios incómodos, la foto de su madre —que no es precisamente la persona más guapa—o un ruido u olor extraño que salga de su cuerpo… Las posibilidades de arruinar una noche de pasión son muchas más que las de mejorarla. Simplemente pensar en la posibilidad de que descubran a su perro o gato mirándolos desde una esquina del cuarto, más que aterrador, resulta demasiado incómodo, pues te hace imaginar un escenario en el que incluso el mejor plan del mundo queda arruinado por una inocente carita llena de incertidumbre. Un ser que simplemente no entiende por qué su amo no deja de hacer ruidos que generalmente no emite ni siquiera cuando se lastima.
En cuanto pudimos apartar al sexo de su función reproductiva, nuestras exigencias pasaron del mero placer a atender preocupaciones más estéticas e incluso espirituales (no en vano la existencia de libros como el Kamasutra). De la necesidad de que el sexo sea agradable al tacto y al resto de los sentidos nacieron las filias. Desde lo más inocente, como el amor al cabello rizado, hasta la desatada y aberrante fijación por tener relaciones con animales, estas conductas hablan de quiénes somos y cómo nos comportamos con aquellos que nos rodean.
Llamémosles enfermos o desviados, lo cierto es que todos en algún momento de su vida han tenido fantasías que, sin ir a los extremos, rondan en nuestras mentes, llevándonos a pensar en una realidad en la que se cumplen y permanecen a nuestro lado complaciéndonos para toda la vida.
La mayoría de las veces éstas se quedan como el non plus ultra de todas las ilusiones, hay quienes luchan hasta que sus ambiciones sexuales queden completamente cubiertas o al menos saciadas superficialmente. La escritora Ana María Vázquez nos da razón de esta estética tan personal del sexo a través de Dimas, personaje principal de la novela Pan de muerto, misma que aunque parece otro libro sobre el 2 de noviembre en nuestro país, es en realidad sólo es un pretexto para hablar de una de las fijaciones sexuales que más perturban a la población: la necrofilia.
El destino pone todos los elementos para que Dimas pueda llevar a cabo sus oscuros rituales sexuales sin que nadie perturbe su paz. Es huérfano y sin señal de tener a su lado una familia que le respalde; no tiene amigos que puedan juzgarle por sus fijaciones; vive en un sótano profundo que le transmite, más que privacidad, cierta seguridad y confort. Además, por si fuera poco, trabaja maquillando muertos en una funeraria, tal y como si el destino —cruel con algunos y benévolo con otros—quisiera que éste dé rienda suelta a sus pasiones porque al parecer no hay nada que lo pueda detener; excepto, claro, por una sola cosa: la vida.
«Es una obra que toca el tema de la muerte, de la sensualidad y perversión; que tiene que ver con esta enfermedad de la mente que es la necrofilia. Es un humor complicado de alguna manera, porque no es buscar el chiste. Este se da por la situación, la profundidad de los personajes, su mundo emotivo y lo que llegan a decir, que es tan fuerte que llega a ser gracioso».
—Adrián Rubio, actor en la adaptación teatral de la novela
El drama que guiará toda la novela comienza en cuanto una de las víctimas de Dimas decide no morirse, es decir que cae en una especie de catatonia que la hace lucir como muerta después de sufrir un accidente automovilístico a lado de su pareja —la única persona realmente muerta dentro del sótano donde todo ocurre. Los planes de Dimas se arruinan; tanto los de visitar la tumba de su madre en día de muertos como los de tener sexo antes de partir. No obstante comienzan a surgir nuevos pendientes, el primero es escapar del sótano que se encuentra sellado a causa de una cerradura defectuosa; el segundo y quizá el mas importante de toda la situación es no enamorarse de la recién resucitada y evitar que ella lo haga.
Pan de muerto es un compendio de símbolos, que van desde el nombre de Dimas que hace alusión al ladrón que, convaleciente a lado de Cristo, se arrepiente de sus pecados al igual que este necro-maquillador lo hace ante la foto de su jefecita y un póster de (San) Pedro Infante. Hasta la representación exacta de esa mexicanidad edípica de ver en la figura de la madre la representación definitiva de toda autoridad social y religiosa; pues si de algo estamos seguros los mexicanos es que desde recién nacidos amamos a Dios y nuestras tradiciones. Variables de las que estamos muy lejos de perder gracias a la manera de abrazarnos a ellas como nuestra última expresión de la educación maternal, una que vamos perdiendo conforme nos hacemos adultos.
«La obra es un reflejo de la sociedad mexicana. La obra está llena de simbolismos. Es el misterio y mística que tiene el mexicano frente a la muerte. Es una obra tradicionalista. La personalidad de los personajes está arraigada a la educación, el machismo y el amor por la madre, y del respeto tan grande que le tenemos los mexicanos a la muerte, pero que a la vez festejamos y amamos de una manera especial».
— Adrián Rubio
La lectura continuará hasta darnos cuenta de algo que siempre ha estado frente a nuestros ojos, México es un país necrófilo. Al menos cada año le hacemos el amor a la muerte, la disfrazamos y la adornamos con flores; la llamamos hermosa, diosa, catrina y luego, cual si fuera cosa sólo de una noche la abandonamos. Así hasta el siguiente año que volvamos a necesitar sus favores y ella los nuestros. De esto va Pan de muerto, una novela que no pretende derrumbar nuestro amor hacia esa oscura entidad que nos arrebata la vida y que, irónicamente, nos acerca a ella.