Por: Abraham Truxillo
Los aeroplanos sólo conocen una letra, cuya elocución les basta para lograr el prodigio del vuelo. No siempre fue así. En el principio, los aeroplanos poseían un lenguaje y no volaban. Su idioma era bello, formado por sonidos suaves y vibrantes que se sucedían con armonía. Sus palabras designaban realidades sutiles tanto del mundo concreto como del abstracto. El pueblo de los aeroplanos floreció en urbes fabulosas donde adoraron a las potencias del vértigo y el aire.
Sin embargo, durante siglos, aeroplanos aberrantes habían indagado verdades ocultas; ensayado nombres prohibidos en busca del conocimiento que los acercara a las deidades. Un día, finalmente, toda la civilización fue turbada por el aciago descubrimiento. Soberbias generaciones olvidaron ser y memoria, azoradas por el placer que proporcionaba esta falsa elevación. Extasiados en recorrer los cielos sin el peso de su ser, abandonaron sus ciudades y se desconocieron los unos a los otros.
Por eso, el pueblo de los aeroplanos vive hoy una existencia triste de artificio, y olvidada su lengua, conjura el vuelo sin saber que nombra al escarabajo mítico.