A los seis meses de edad, mientras vagaba por el barrio antiguo, un automóvil le aplastó una patita. Lloró de dolor, pues casi la pierde en el incidente. Pancho anduvo cojo cuatro meses, obligado a reaprender a caminar sólo con tres extremidades. Al inicio se esforzó mucho para entendérselas sin su pata trasera derecha, pero era listo y fuerte, así que se volvió muy rápido a pesar de su deficiencia, al punto de parecer que había nacido así.
Hasta que un buen día, de repente, recuperó el movimiento de la pata y logró apoyarse de nueva cuenta en ella, como si nada le hubiera pasado, sorprendiendo a los vecinos y a los comerciantes., logró su admiración y respeto. Volvió a correr por las calles tras otros perros, peleando con ellos, siguiendo el rastro a las tortillas y huesos que arrojaban en los botes de basura del mercado. Todo el mundo lo conocía, unos lo querían, otros lo admiraban y otros más lo rehuían porque era fiero y bueno para las peleas.
Pancho no fue siempre un animal callejero y sin dueño. Hubo un tiempo, cuando era un cachorrito, en que unos niños lo cuidaban, le arrimaban sus croquetas y sopas con caldo de pollo. Le ponían una cajita de cartón con periódico para que se durmiera por las noches y le acercaban su traste con agua de la llave para que bebiera. Lo llamaban Pancho, a veces, y en otras ocasiones: Oso, con cariño. Parece que tenía dos nombres. La gente del vecindario comenzó a llamarlo de la misma manera: Pancho y Oso.
“Un día te voy a llevar conmigo…” Le decía a veces una voz muy bonita entre sus sueños, mientras dormía profundamente, en la banqueta, enroscado sobre su caja de papeles.
A la mañana siguiente se habían ido para siempre los chiquillos que lo cuidaban. Estaban desalojando su vecindad y la mamá tuvo que salir casi huyendo junto con los niños, pues en breve la construcción sería demolida para poner un supermercado.
De pronto, Oso, siendo un cachorrito, se encontró por completo solo, sin alguien que le acercara su comida, su agua, ni le preparara su cama todas las noches.
Tuvo que aprender a sobrevivir, a cruzar las calles sin que lo aplastaran los autos, lo que casi le costó su pata, a defenderse de otros perros abusivos y de algunas personas que gozaban arrojando piedras y lastimando a los animales.
A veces volvía a aparecer la voz en sus sueños que de nueva cuenta le decía: “Un día voy a venir por ti y te voy a llevar conmigo”. Pero Pancho no sabía lo que significaban esas palabras, ni tampoco que eran de mujer. Sólo le resultaban cálidas y cariñosas, y a él le agradaba escucharlas mientras se arrullaba en las noches debajo de un auto abandonado.
Una tarde se metió a una fábrica de juguetes que había en el barrio, atraído por el olor a sangre menstrual de una pastora alemán encargada de cuidar el lugar. Ni siquiera dudó en subirse encima del lomo de la hembra y penetrarla con soltura. Ambos animales disfrutaban y se desfogaban, al punto de alcanzar en breve el éxtasis sexual, comenzando a convulsionarse felices.
En eso rompió su inspiración un grueso tubo que se estrelló sobre su lomo, haciéndole perder la erección y dejando de encontrarse dentro de la perra. Aullando terriblemente. El mecánico siguió golpeándolo con el artefacto sin piedad, al parecer molesto de que un perrito criollo como Oso preñara a la fina hembra. El dolor en su cuerpo le impedía salir huyendo a través del orificio del alambrado por donde ya había entrado antes, haciendo que el hombre se ensañara mucho más, hasta casi matarlo. Pancho chillaba y aullaba, arrastrándose en un charco de sangre, atrayendo a las vecinas que gritaron al individuo para que se detuviera.
Entonces entró ella: rauda y decidida, deteniendo el arma con sus manos, antes de que esta acabara de matar a Pancho:
– ¡Déjalo, Cabrón…! ¡Ponte con uno de tu tamaño!
El mecánico se amedrentó con los regaños de la muchacha. En el suelo yacía Oso bañado en sangre, arrojando líquidos por el hocico, por el ano y las orejas.
-Ven, chiquito… Yo te voy a llevar conmigo.
Ella lo cuidó durante varios días, lo bañó, le cortó las uñas y curó sus heridas.
Cuando estuvo por completo aliviado, lo envolvió en una cobija y lo llevó hasta su cama.
Oso la miraba con agradecimiento, con unos ojitos cafés que chispeaban amor y felicidad. Moviendo su rabo y echando sus orejas para atrás. Realmente había aprendido a amarla.
-Ya no estarás solo en la calle, ni te volverán a lastimar…” Extendió una cobija sobre él, se arropó también y lo abrazó hasta que se quedaron dormidos.