Nacido a partir de 1920 como una reinterpretación del arte dadá, el surrealismo llegó como una manera de encontrar un punto entre la realidad y todo lo que ocurre dentro de nuestras mentes. Técnicamente se trata de una manera de representar la vida de una forma diferente a como la vemos normalmente.
Si bien muchos críticos de arte consideran que el líder definitivo de este movimiento fue André Breton, a su alrededor creció una cantidad considerable de artistas que veía a esta corriente como una manera de expresar sus emociones tal y como estas eran: abstractas. Este giro que dio el arte a partir de un nuevo paradigma en las ideas de cada artista, hizo que artistas como Joan Miró salieran a escena y con ellos una basta colección de trabajos dignos de ser admirados. No sólo desde la perspectiva surrealista, sino desde un punto de vista en el cual el arte por sí mismo es capaz de expresar sentimientos alejados de cualquier corriente o vanguardia existente.
Para Miró, el surrealismo fue tan importante como sus pensamientos, de tal modo que el hecho de seguir a esa vanguardia fue un asunto de libertad creativa que, por un lado ayudó al pintor a explorar cada rincón de su mente y por el otro, las obras resultantes de este trabajo ayudarían a pulir el concepto del surrealismo.
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“Cabeza de un campesino catalán”
(1925)
Por el título podríamos suponer que se trata de una especie de retrato y aunque técnicamente estaríamos en lo correcto, lo que el pintor representa es más bien un esquema con los elementos que conforman el rostro de un hombre. Desde los ojos hasta la barba, todo está ahí esperando a que el espectador sea capaz de unir todas esas partes en una imagen mental.
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“El carnaval del arlequín”
(1922)
La pintura tuvo origen justo en el tiempo en que Miró se encontraba en una fuerte carencia económica que lo arrastró a un periodo de hambruna, mismo que lo llevó a generar imágenes abstractas en su mente. El mismo autor describió su pintura de la siguiente manera:
«Intenté plasmar las alucionaciones que me producía el hambre que pasaba. No es que pintara lo que veía en sueños, como decía entonces Breton y los suyos, sino que el hambre me producía una especie de tránsito parecido al que experimentaban los orientales».
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“Naturaleza muerta del zapato viejo”
(1937)
Miró retoma los elementos básicos de los cuadros de naturaleza muerta para rodearlos de una atmósfera de incertidumbre y caos. Con la combinación de estos recursos, al igual que muchos de sus contemporáneos, el artista trata de representar los estragos causados por la Guerra Civil Española.
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“Mujer y pájaros”
(1940)
Las constelaciones y las múltiples figuras que se presentan en esta obra nos hablan de la manera en que Miró combinó su compromiso con la sociedad y esa cualidad de viajar hacia otros mundos, propia en los artistas que se enfrentan al espacio en blanco. Además cada línea y cuerpo plasmado en el cuadro es un símbolo determinado.
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“Hombre y mujer frente a un montón de excrementos”
(1935)
La interacción de colores brillantes en todo el cuadro crea un sentimiento de angustia en los espectadores. Precisamente esa sensación es la que atormentaba al artista cuando se enfrentaba a la situación política en la que estaba sumergida España, situación que lo condujo a esta experimentación con matices y formas.
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“Perro ladrando a la luna”
(1921)
A pesar del trasfondo político en muchas de sus obras, Miró también le dio una oportunidad al humor. En este cuadro, el pintor plasmó aquel rumor antiguo de que los perros le aúllan a la luna llena, no obstante le dio un giro surrealista al agregar una escalera por la que es posible llegar hasta la luna para —en el caso del perro— ladrarle más de cerca.
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“Manos volando hacia las constelaciones”
(1971)
El alto contenido de pintura negra y las manchas que aparecen en todo el cuadro nos dan un testimonio de la fuerza que tienen los sentimientos en toda la obra de Miró. Si bien hay quienes interpretan este cuadro como una forma de protesta en contra de la sociedad, al rescatar el elemento de las constelaciones nos damos cuenta de que se trata de un asunto más personal.
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“Interior holandés”
(1928)
Miró pintó una serie de cuadros a modo de representar a los maestros holandeses del siglo XVII, en este caso, las figuras que reprodujo corresponden a “El tañedor de laúd” de Hendrick Martensz Sorgh.
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Si bien es cierto que el surrealismo no comenzó ni terminó con este artista, la habilidad con la que el pintor ejecutó cada uno de sus cuadros nos habla de la innovación estética que implicó, ahora sí, la vanguardia en general. Llevando al arte hasta un punto en el que es necesario romper con la realidad para alcanzar un punto estético nunca antes explorado.
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Fuentes
El Economista
Slobidka
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