“Una vez me senté en una cafetería con él, estuvimos hablando tres horas y le pregunté ‘
Dime, Gabriel (Orozco), ¿qué estás haciendo?’ ‘Arte de la no significación’, me contestó.
‘¡Eso no significa nada, carajo!’, le decía yo. No volví a hablar con él”.
– Raquel Tibol, 2013
Hubo un tiempo en que el arte mexicano se narraba de una sola manera y desde la muerte de Teresa del Conde no paramos de vanagloriarle, de recordarle con un cariño tan peculiar que bien parecería pretendemos recobrar esos viejos modos de contar lo que somos y lo que hacemos. Seamos serios y aceptemos que esto no es deseable, además de poco hacedero. Por supuesto que la gran doctora, nuestra indiscutible maestra, es fundamental en la historia del hacer estético y la crítica en México; sin embargo, no podemos hallar extremas bondades en una actividad humana que, como cualquier otra, estuvo llena de vicios, miopías o contextualizaciones precisas que, en este caso permeaban la diatriba hacia una especificidad ni absoluta ni plenamente verdadera.
Teresa del Conde perteneció a un momento cumbre en el México del siglo XX, un espacio marcado por cambios radicales y yuxtaposiciones discursivas que forzaron a las prácticas en direcciones esenciales para lo que conocemos hoy como arte, y a una labor escrita o incluso curatorial que se fundaba todavía en las coincidencias de gusto popular, así como en la reflexión conciliadora que arrojaba a legitimaciones totalizadoras de lo que se consumía y producía en el país, pero más abierta al cambio. Paso cardinal para que hoy, con todo y las opiniones polarizadas que siempre han caracterizado al campo, pudiéramos dejar atrás esas críticas que se confundían con la anécdota íntima y las crónicas de corte institucional.
Paso que compartió con otros dos grandes nombres de la tradición siempre evolutiva del ámbito: Raquel Tibol y Jorge Alberto Manrique. Seres con quienes bien fundó una jerarquía académica digna de nombrarse como La Divina Trinidad del arte mexicano; personajes determinantes para un sector que requería de todo el apoyo necesario para consolidarse frente al mundo, obedecer a sus propias necesidades y construir una identidad más allá del muralismo o los clichés estéticos de la nación. Del Conde, Tibol y Manrique fueron entonces –y quizá sean hasta donde den las páginas de la memoria– ese tipo de estudiosos que traspasaron las fronteras de los convencionalismos para convertirse en promotores de la comunicación entre instituciones, prácticas y sociedad que tanto urgía en el México de hace cuarenta o cincuenta años.
Si bien es cierto que con tropiezos o miradas oblicuas en su ejercicio, tales como un problema de debates entre la alta y baja cultura; opiniones artificiales que dirigían el hacer de los creadores,ajustes curatoriales que no tenían porqué influir en las disciplinas, educaciones anacrónicas, adoraciones desmedidas hacia lo norteamericano o europeo y categorizaciones imberbes que dejaban fuera a la pluralidad de las producciones; tampoco podemos negar que ellos son la escuela de donde todos nos hemos nutrido en gran o pequeña medida para nuestras profesiones en esta esfera. Es más, fueron justamente estas erosiones identificables las que dieron pie a nuevas exigencias o fundamentalismos acérrimos, fueron sus ensayos de acierto y error lo que hace a sus autores nombres imprescindibles para entender las artes mexicanas.
Recordemos por un momento a Raquel Tibol, argentina que buscó su mexicanidad de la mano de Diego Rivera –para quien trabajaría como secretaria durante sus primeros años en el país– y supo tanto sobrevivir como revolucionar el pensamiento crítico en cuanto a la plástica de su época concernía. Fue una profesional de la palabra que desafió a las autoridades del nicho, criticó a la crítica misma, despotricó en contra del gobierno cuantas veces quiso, violentó incluso con algunos artistas y a diario consiguió un nuevo enemigo sólo por decir lo que realmente pensaba.
Caso similar el de Jorge Alberto Manrique, responsable de la fundación del Museo Nacional de Arte, quien fuera también director del Museo de Arte Moderno. Actor imperdible en el desarrollo del Instituto de Investigaciones Estéticas y una mente provocadora en el escenario de los medios o representaciones alternativas en el mundo de las exposiciones. Durante 1988, cuando en el MAM se apreciaba la virgen de Rolando de la Rosa, una batalla entre el crítico y los conservadurismos del público se libraba por los mismos territorios del INBA, el cual le obligó a presentar su renuncia tras los incidentes, pero más importante, le definió un papel relevante en la defensa de la libertad artística de México.
Volviendo a Teresa del Conde, podemos encontrar entonces en ella una personalidad clave que apoyó hasta el último momento la legitimación y apertura del arte emergente, una voz que mostró siempre su interés en torno a iniciativas apasionantes pero incómodas para un gobierno nefasto como la de Helen Escobedo frente al MAM, y una pluma que jamás se cansó de impulsar la vinculación de agentes en el arte, aunque fuese mediante el veredicto suave o el aferramiento a las disciplinas de antes.
Fueron estos tres apóstoles de la estética moderna –o contemporánea si es que nadie tiene problemas en notar– quienes abrieron el campo suficiente y necesario para que los estudiosos por venir, los interesados en este complejo esquema que estábamos todavía en cuna, halláramos la no especificidad de nuestro arte, analizáramos sin dificultad tanto una producción nomádica de conceptualización como una pintura tradicionalista, y reinventáramos constantemente la definición en curso del medio. Para completar esta información, puedes leer sobre otros 8 críticos que puedes seguir para entenderlo todo sobre arte y 8 razones por las que ver arte contemporáneo todavía nos cuesta trabajo.