El código samurái dice, entre otras cosas, que sólo pueden matar a su rival siempre y cuando esté despierto, consciente y apto; de lo contrario es un acto cobarde. De igual manera, los samuráis deben servirle al señor feudal que era considerado como su amo y mantener cierta disciplina que debía permanecer con ellos toda la vida. Con esto como base educativa, Kawanabe Kyōsai creció rodeado de reglas y estrictos consejos por parte de su padre, un exsamurái cuyo único fin era entrenar a su joven hijo para convertirlo en un guerrero valeroso como lo fuera él.
Esto no pasó. El chico fue educado en el seno de una familia convencional del siglo XIX. Nació en 1831 bajo la protección de un círculo privilegiado, por ello, antes de convertirse en un guerrero milenario, su padre lo instruyó en el arte; por lo que contrató a Utagawa Kuniyoshi, uno de los mejores y más talentosos pintores de Japón, para que le enseñara lo básico del arte. Sin embargo, él —como casi todos los artistas posteriores— vio en el pequeño un talento incomparable e irrepetible, mismo que trabajó con esmero para que la brutalidad de la obra del chico llegara a los ojos de Maemura Towa, quien le llamó shuchu gaki, es decir, “El demonio de la pintura”.
Con ello en su historial, se alejó del entrenamiento samurái. Su padre, lógicamente, se molestó tanto que no dudó en desheredarlo y avergonzarse de él. No obstante, esto no fue impedimento para que Kawanabe ingresara a la escuela de arte para continuar con su pasión. De este modo, adquirió un carácter crítico y despreocupado que lo llevaría a dejar el colegio debido a que la educación era bastante cerrada en ese lugar. El objetivo educacional de las escuelas de arte en Japón buscaban enseñar una misma técnica y adiestrar a los alumnos con lo valioso de ésta, pero poco se ocupaban por ayudar a los nuevos artistas a encontrar su camino y a desarrollar su propia trayectoria. Una vez más, decepcionado de la vida y el sistema, abandonó lo que ya había construido.
De manera independiente se creó su propia fama, mientras que su talento como caricaturista creció al igual que su éxito, pero al mismo tiempo conoció las bondades del sake, bebida ancestral japonesa, misma que le hacía perder la razón de a ratos y sin pensarlo le dio algunas de sus mejores pinturas y caricaturas. Kawanabe se convirtió en un artista crítico, pero no completamente consciente de lo que ocurría. Aun con ello sobrevivió a la transición del período Tokugawa o Edo al Meiji. En este lapso se convirtió en uno de los artistas más solicitados.
Su técnica era inigualable. Si bien seguía el arte tradicional japonés, había adquirido algunas costumbres occidentales como la sátira en los dibujos y algunas expresiones en los rostros de sus protagonistas, por lo que fue duramente criticado y a la vez admirado ya que usaba técnicas clásicas del arte japonés como el estilo Ukiyo-e y lo mezclaba con la muerte, sangre y crueldad expresiva propias del continente americano. En su obra solía poner algunos recuerdos y anhelos, entre ellos la anécdota que probablemente le diera origen a su amor por lo grotesco: de niño encontró en el río la cabeza de un cadáver que flotaba sobre las aguas y la hurtó para estudiarla en secreto. Halló en ella algunas formas anatómicas que le llamaron la atención, pero encontró más bien fascinación y emoción al ver la sangre emanar de un cuerpo inerte.
Esta fascinación y su gusto por el alcohol rápidamente le dieron mala fama. Se dice que iba a sitios públicos con su bebida en la mano, materiales de pintura en la otra y un sinfín de ideas en mente que terminaban deformadas, pero, extrañamente, eran grandes obras de arte que terminaban encajando más en una cultura ajena a la suya. Esto le causaba un enorme conflicto interno, ya que era abierto, pero no pretendía entregarse a otros estilos. Sólo se influenciaba. Sin embargo, al ver que su gente se estaba adaptando a costumbres ajenas como las provenientes de América y Europa, decidió darles una lección que ellos ni siquiera notarían debido al amor que le tenían a otros lugares.
Entonces, con su singular talento, creó piezas en las que se burlaba de su cultura y de las otras con sarcasmo y burla, además de hacer crítica social con sus dibujos. Luego de que Japón cerrara burdeles, prohibiera el arte tradicional pro ser demasiado violento y sin estereotipos de belleza y denigrara la vida campesina, Kyōsai se burló del esnobismo repentino y replicó algunas técnicas estadounidenses, alemanas e inglesas y las mezcló con gestos aún más obscenos, poses vulgares y escenas que pretendían ridiculizar a los extranjeros, así como a los farsantes de su comunidad. Esto lo llevó a la prisión y en su declaración aseguró que mientras sus colegas pretendían plasmar la elegancia y exclusividad de un Japón moderno, él sólo quería evidenciar la falta de identidad, la necesidad de atención y el daño que había hecho la transición de períodos.
Su sátiras enfurecían a las autoridades, en especial cuando su fama y sus demonios se hacían cada vez más populares. Sin embargo, su adicción al alcohol era un punto que demeritaba sus piezas. Por lo general se le veía en estado inconveniente, a veces más y a veces menos, pero era un motivo para que se le culpara de inconsciente y su arte fuera considerado una burla sin fundamentos, lo cual lo llevó a la cárcel varias veces. Esto lo llevó a adoptar de a poco las nueva costumbres. Tal vez lo hizo para sobrevivir o porque en verdad estaba cayendo en la tentación de la modernidad occidental, pero lo cierto es que era un hombre cuyos mejores amigos provenían de un país ajeno, se movía en barrios poco frecuentados por japoneses, por la cantidad de extranjeros e incluso ilustró libros de texto de enseñanzas ajenas a su cultura.
Tal vez su adicción al alcohol y la situación social lo orillaron a plasmar caprichosamente deidades niponas, ropas típicas y escenas que sólo se podrían ver en Japón, pero siempre con un toque satírico que le valió detractores y opositores en el mundo del arte. Sin embargo, y con todo ello en su haber, se negó a plasmar al Occidente en su esplendor. Como dejó ver en su libro autobiográfico Kyōsai Gadan; «una cosa es querer conocer las técnicas y el estilo de un sitio y otra muy distinta es imitarlo y adoptarlo».
El demonio de la pintura es considerado el último virtuoso del arte tradicional japonés, por lo que sus caricaturas y sus pinturas (destacando La batalla de pedos) son la máxima representación de que lo tradicional y lo típico puede conjugarse. Fue azotado 50 veces en más de una ocasión y aún con ello siguió resaltando el erróneo sistema en el que se encontraba Japón. Sin embargo, sus piezas dan mucho para hacer un balance entre lo que significaría la transición a un nuevo sistema de organización política y social, el prevalecer de las tradiciones y la mente de un hombre constantemente intoxicado, amante de la sangre y de mirada crítica.