¿En realidad valen la pena Pollock, Dalí, Picasso, Warhol o Kandinski? Más allá del peso que le ha sido conferido a sus nombres y a su obra innegablemente innovadora, es necesario que nos detengamos a pensar en todas las veces que los hemos elogiado o hecho filas para ver reproducciones de sus cuadros. Ver a tantas personas formadas afuera de un museo —lo cual de por sí ya es un fenómeno extraño— nos hace pensar si de verdad los comprendemos o simplemente asistimos a esas exposiciones para asumir la insufrible “posición de museo”: brazos cruzados, mirada fija y una inocente pero lapidaria mano que toca la barbilla como si anunciara que por fin ha entendido la pieza.
Lo cierto es que más allá de su autor, técnica o concepto, determinar si un trabajo vale o no la pena está muy lejos de ser nuestra responsabilidad. En su momento la crítica fue cruel con algunos de ellos; sólo fue el tiempo quien pudo reivindicar sus nombres y posicionarlos como los grandes hitos artísticos que conocemos hoy. Porque aceptémoslo, lejos de entender —completamente o a medias— todo lo que su obra representa, lo único que queremos de ellos es una fotografía de sus cuadros o el simple lujo de poder decir que estuvimos ahí junto con una bien cuidada selección de sus mejores trabajos.
En efecto, el arte en nuestros días ha caído en una lamentable calidad de indicador de estatus, y es que probablemente nunca nos cansaremos de recordar las exposiciones de Yayoi Kusama tanto en México como alrededor del mundo. Desde las multitudes que se reunieron afuera del Museo Tamayo en 2014, hasta la calabaza destruída en el Museo Hirshborn de Estados Unidos, todo fue una cuestión de selfie; esa imagen digital que, en términos simbólicos, está al mismo nivel que poder pagar 10 mil dólares por una pintura hecha por, ¿Britney Spears?
El 13 de octubre, Britney compartió en Instagram un video de ella pintando algunas flores bajo el lema «A veces sólo tienes que jugar», decidió donar su complejo (¿?) cuadro a una subasta realizada para recaudar fondos destinados a ayudar a las familias de las víctimas en el tiroteo del 1 de octubre en Las Vegas, donde alrededor de 500 personas resultaron heridas y otras 58 perdieron la vida. Al final, fue el escritor y reportero Robin Leach quien decidió pagar por llevarse a casa el cuadro que Britney realizó en su jardín mientras escuchaba la “Sonata para piano no.11” de Mozart.
Pero la pregunta que sigue en el aire es si en verdad valió la pena comprar este cuadro. Probablemente tendría muchísima validez pegado con un imán en el refrigerador de tu madre, si es que hubiese sido pintado por tu hermanito; esto si nos guiamos por la técnica empleada por la cantante. No obstante, la importancia del cuadro no está en la imagen per se, sino en el nombre que aparece en el certificado de autenticidad que avala este trabajo de una tarde. El simple hecho de tener el nombre Britney Jean Spears es lo que hace valer cada centavo que Leach pagó por la pintura.
Si bien es cierto que la crítica ha respaldado y aplaudido urinales, un OXXO y cajas de zapatos vacías, también es un hecho que hoy se están jalando de los pelos y arremetiendo en contra de cualquiera que haya tenido algo que ver con la subasta. Sin embargo, si algo de piedad les queda en sus corazones llenos de discursos esnobistas, sabrán darle una oportunidad a esas deformes flores que, aunque el único arte que tienen es hacer que alguien pague 10 mil dólares por ellas, algún significado importante podrán tener pasados algunos años.