Se secó las gotas de sudor que se cristalizaban en su frente; se acomodó los pesados anteojos de fondo de botella y se limpió la saliva espumosa de las comisuras de los labios. Observó exaltado su reflejo en el espejo del baño. Trató de reconocerse pasándose la mano sobre el cabello y peinándose el bigote con un viejo cepillo de dientes. Sus ojos aún estaban inyectados de sangre y se enjuagó la cara con agua fría como para purificarse del pecado mortal que había cometido hacía unos minutos. Cuando Goyo asesinaba, se transformaba en el hijo del diablo; se arrancaba el disfraz del estudiante ejemplar de la facultad de Química, del joven serio, tranquilo y responsable. Goyito era poseído por mil y un demonios que lo obligaban a apoderarse de la vida ajena. Ya no había tiempo, era hora de deshacerse del cadáver…
A principios de la década de los cuarenta del siglo pasado, los diarios mexicanos lanzaron una noticia que retumbó en los oídos del mundo: habían capturado a un asesino serial de mujeres de la vida galante, el primer asesino de este tipo en México. Los periodistas lo bautizaron como “El estrangulador de Tacuba”. Gregorio Cárdenas Hernández se bañó con los flashazos de las cámaras y atiborró con su imagen las primeras planas de los diarios mexicanos. De la noche a la mañana, se convirtió en toda una celebridad del crimen.
Los oficiales de policía lo capturaron en el sanatorio del doctor Oneto Barenque. Un joven estudiante de Química había asistido al consultorio por un fuerte dolor que le hacía palpitar la cabeza. El padre de una joven estudiante de la Facultad de Química, llamada Graciela, había llamado a la Jefatura de Policía para reportar la desaparición de su hija. El principal sospechoso era su compañero afectivo: Gregorio Cárdenas, el mismo que se había reportado como enfermo en el sanatorio de Gregorio Oneto, la madrugada del 3 de septiembre de 1942.
Goyo Cárdenas fue recluido en el calabozo de Lecumberri por el asesinato de cuatro mujeres, cuyos cadáveres fueron encontrados enterrados en el jardín de su casa, ubicada en el barrio de Tacuba. El juez que siguió el proceso del asesino en serie encomendó al doctor Alfonso Quiroz Cuarón –el criminólogo y psiquiatra más aclamado de aquellos tiempos –y a su colega, el doctor José Gómez Robleda, con el objetivo de que estos profesionales pudieran determinar las causas de los crímenes y los padecimientos mentales que aquejaban al asesino.
En los cuadernos de Quiroz Cuarón, Gregorio aparece como un hombre lento y dócil, con espasmos musculares en el lado derecho del rostro (un tic nervioso que le hacía abrir y cerrar el ojo zurdo). El recluso negaba recordar lo sucedido durante los asesinatos y, por consecuencia, negaba rotundamente sentir remordimiento alguno. Se quejaba de cefaleas constantes y solía arrastrar los pies cuando caminaba por los pasillos de Lecumberri.
Las víctimas fueron cuatro mujeres –tres prostitutas y Graciela, compañera universitaria del victimario. Todas fueron asesinadas con un lapso de una semana entre cada crimen, a partir del 23 de agosto, hasta la madrugada del 3 de septiembre de 1942. Las primeras tres víctimas fueron estranguladas y murieron por asfixia. Graciela murió por un traumatismo cráneo-encefálico causado por un golpe que Goyo le propinó en la cabeza.
Fueron muchos los psiquiatras que determinaron que Cárdenas padecía de sus facultades mentales. Goyo habitó el antiguo hospital psiquiátrico de La Castañeda, pero el doctor Quiroz negó las teorías que dictaban la esquizofrenia crónica que padecía el recluso. Un diario escrito a lápiz fue encontrado en la escena del crimen. Entre las páginas sangrientas del cuaderno, Alfonso Quiroz halló el siguiente párrafo y desmintió la amnesia fingida del criminal:
“El 2 de septiembre se consumó la muerte de Gracielita. Yo tengo la culpa de ello, yo la maté, he tenido que echarme la responsabilidad que me corresponde, así como la de otras personas desconocidas para mí. Ocultaba los cadáveres de las víctimas porque en cada caso tenía la conciencia de haber cometido un delito”.
Gregorio nunca estuvo “loco”, tenía plena conciencia de los hechos cruentos realizados. Fingió demencia con la genialidad de un actor de Hollywood. Era cierto que, de niño, padeció de encefalomielitis, lo que justificaba sus dolores. Sabía a la perfección que estaba cometiendo un crimen y el remordimiento lo poseía después de cada asesinato.
Una noche Gregorio decidió fugarse del manicomio. Lo encontraron días después, lo primero que dijo al ser recapturado fue: “Sólo me fui de vacaciones”. Fue trasladado de nueva cuenta a Lecumberri, donde devoraba libros de Psiquiatría y Derecho Penal. Gracias a sus lecturas psiquiátricas y a las conferencias a las que asistió en La Castañeda, Gregorio aprendió términos precisos de la medicina mental, escribió libros dentro de la cárcel, se dedicó a pintar autorretratos y paisajes, aprendió Derecho y se convirtió en un “reo ejemplar”. Gregorio cumplió su pena antes de lo previsto, después de treinta y cuatro años de cárcel, gracias a sus cualidades de genio y a una ley expedida que lo benefició. Hasta la fecha ha sido el único criminal que ha sido ovacionado de pie en el Congreso de la Unión ante el Secretario de Gobernación, Mario Moya Palencia, pues “es un ejemplo de la rehabilitación que puede proporcionar el sistema penitenciario mexicano”, decían algunos expertos.
Goyo Cárdenas, El estrangulador de Tacuba, vivió sus últimos años en la ciudad de Los Ángeles, California. Escribió más libros y pasó también a escribir su historia con tinta escarlata en las páginas más oscuras de la historia penal mexicana.
Gregorio salió del baño. Se acercó al cadáver aún caliente y lo cargó como si fuese un costal de cemento para llevarlo al jardín. Tomó la pala y cavó un hoyo no tan profundo. Colocó aquello que alguna vez había sido Graciela (su Gracielita) y la enterró para saturar su culpa. De pronto, comenzó el dolor de cabeza. Ya eran las tres de la madrugada y tenía que ir al médico…