Transitaba por la colonia de Tijuana un sujeto cuyo nombre era desconocido, y para identificarlo la gente le llamaba “tío”; se le observaba al buscar en los contenedores de basura cualquiera cosa que le sirviera para vestirse o vender, se dirigía hacia ese lugar repetidas veces durante el día, su aspecto era un tanto descuidado, sucio, con la ropa harapienta y zapatos diferentes; al caminar, hubiera gente o no escuchándolo, hablaba y hablaba sin cesar, por lo que también lo denominaban “loco”.
En muchas ocasiones, las personas convivían con el “loco”, pero sólo era para burlarse y mantenerlo como bufón por un rato; el “tío” hablaba y se le preguntaba sobre aspectos de su vida, pero éstas eran irrelevantes, no tenían importancia alguna, sólo la necesaria para poder reírse de él.
El “tío” expresaba un mensaje. Conversaba de la Historia de México, como la Independencia y la Revolución, o de personajes representativos, como Miguel Hidalgo, Hernán Cortés y Benito Juárez. No decía incoherencias, no inventaba palabras, ni hechos, tampoco su historia era enmarañada. Entonces, ¿por qué se le consideraba un “loco”? Quizá porque los otros desconocían esos hechos y el nombre de los personajes que el ‘‘tío’’ mencionaba, pues para ellos eran extraños y como tales, desconocidos. El “tío” no estaba “loco” como los demás pensaban, además de vagar en los contendores de basura y de su aspecto desordenado, se le podía observar a temprana hora bañarse con la manguera de agua que disponía la gasolinera que se encontraba cerca de un boulevard; en cierto sentido, se preocupaba por su aspecto físico.
Todo los días, sin falta, caminaba sin parar y hablaba de miles de cosas; sin embargo, un día el “tío” se ausentó. La gente se empezó a cuestionar sobre dónde se encontraba o qué le había pasado; pronto los rumores que rodearon su desaparición era que se había involucrado en drogas o delitos, rumores que cesaron hasta que se supo de la muerte de este sujeto, aquel que muchas veces con su risa distrajo de su rutina a las personas con las que se topaba.
La gente estaba sorprendida, pues no creía que la muerte fuera también una condición de aquellos que son “diferentes”. ¿Cómo era eso posible?, se preguntaban, si la muerte sólo se presenta en las personas “normales”. El fallecimiento del “tío” impactó tanto que se crearon anécdotas y narraciones tras el hecho, como si la muerte hablara por el sujeto que se encontraba ausente. Así lo definió Octavio Paz: ‘‘Cada quien tiene la muerte que se busca, la muerte que se hace (…) Dime cómo mueres y te diré quién eres’’. El deceso del “tío” estaba adherido a una incesante serie de discursos que los otros conformaban e inventaban.
La figura del “loco” o del “tío” se formó tras ese discurso que la gente le impuso y del cual no pudo escapar, así como lo describió Foucault: ‘‘estrategia del lenguaje: discurso como estrategia, ya no como búsqueda de la verdad sino como ejercicio del poder’’; de esta manera, alrededor de este personaje se formó una verdad colectiva para denominarlo, además de ejercer, de cierto modo, un poder para controlarlo. Un discurso portador de una verdad que se construyó y posicionó para cegar a aquellos que lo conocían por primera vez y observaban dicho fenómeno.
El tiempo para él era incierto, no contenía un aspecto cronológico, su tiempo era desigual, no se sabía en qué lapso hablaba o vivía, puesto que no poseía una estructura progresiva, sino alterada; su forma de pensar no era igual al resto, ya que no se adaptaba a una sociedad “normal” como a la que cree pertenecer la mayoría de las personas.
Como también menciona Foucault: ‘‘La definición de enfermedad y de locura, y la clasificación de los locos, se hicieron para excluir de nuestra sociedad a un determinado número de personas. Si nuestra sociedad se definiese como una sociedad loca, se excluiría a sí misma (…) es una forma hábil de excluir a determinadas personas o a determinadas formas de comportamiento’’.
Aquellos que tienen el poder de clasificar lo que consideran normal o anormal, rechazan a todo aquel que no se integre a la sociedad o que su aspecto sea desagradable e incomode al ojo humano, pues como lo dice Artaud: ‘‘ a la locura (…) debemos dejar de ser espectadores, y para eso hay que arrancar el trozo podrido, el “yo”, y que toda la guerra individual sea una guerra social’’, puesto que los personajes denominados locos, diferentes o excluidos habla más de nosotros, de lo que nosotros podemos decir de ellos.
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A la locura se le suele asociar con lo negativo, pero las mejores mentes brillantes fueron locos, como aquellos locos que retomaron el Dadaísmo para cambiar el mundo. O los poemas que escribió un loco y fueron más bellos que los de Neruda… lee más aquí.
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Referencias:
Artaud, A. (1975). Para terminar con el juicio de dios y otros poemas. Buenos Aires: Caldén
Foucault, M. (1997). La verdad y las formas jurídicas. Barcelona: Gedisa
Foucault, M. (1999). Estrategias de poder. Barcelona: Paidós
Paz, Octavio. (1981). El laberinto de la soledad. México: Fondo de Cultura Económica
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Las fotografías que acompañan al texto pertenecen a Oliver Charles.