Si se trata de un tema de oficio, la crónica es la solución del escritor que quiere asegurarse un pago a final de mes, mientras que para el aficionado a los datos duros resulta el lienzo sobre el cual plasmar, por medio de todos los colores que ofrece la literatura, un retrato de ese “acontecer” que el público demanda y con el que se lucran los dueños de los medios.
Pero si se trata más bien de una cuestión de definición, el antropólogo Clifford Geertz realiza una reflexión válida cuando, de forma irónica, expresa que “lo único que falta es la teoría cuántica en verso o una biografía expresada en álgebra”, haciendo referencia a los “géneros confusos”; a esa variedad de presentaciones para la información, las ideas, teorías, experiencias y otros productos de la conciencia e inteligencia del ser humano que, en su misma diversidad y funcionamiento todavía enigmático, pueden dejar a la crónica, que se mueve entre una diversidad de géneros, esperando eternamente por su concepto.
Hunter S. Thompson
Que la crónica sea “el ornitorrinco de la prosa”, como la define el periodista y escritor mexicano Juan Villoro, tiene que ver, quizá, con la evolución que ha tenido a lo largo de los años y, como parte de esa evolución, la adaptación a un entorno en el que la importancia de la información, su creciente demanda y rápido consumo, le cedió mucho terreno al periodismo conquistador, dejando a la crónica como un género más bajo su reino y frente al que muchos sienten cierto rechazo por sus ocasionales coqueteos con la literatura y lo que podría parecer ficción.
Sin embargo, haciendo una revisión al pasado, podría más bien considerarse a la crónica como un antecesor del periodismo. En el siglo XVI los Cronistas de Indias se encargaron de documentar, mediante las descripciones de la naturaleza y los encuentros con los habitantes del “Nuevo Mundo”, las vivencias de los conquistadores y el desarrollo de los virreinatos americanos que luego irían a parar a las manos de los “representantes de la historia oficial”, cronistas al otro lado del océano que realizaban una recopilación de estos documentos. Si bien tenían como finalidad llevar un control sobre los territorios conquistados, constituyeron también fuente de noticias y, en la actualidad, de la historia universal.
Más de 500 años después, la velocidad y abundancia de información sobre los temas que son catalogados como “noticia”, aunado a la suerte de horizontalidad en el papel del periodista que proveen Internet y las redes sociales para las audiencias, han colocado una especie de capa de invisibilidad a los elementos extraordinarios de la cotidianidad.
Como sostiene el periodista y escritor argentino Martín Caparrós: “El periodismo de actualidad mira el poder. El que no es rico o famoso o rico y famoso o tetona o futbolista tiene, para salir en los papeles, la única opción de la catástrofe: distintas formas de la muerte. Sin desastre, la mayoría de la población no puede ser noticia (…)”, pero la crónica se rebela contra eso.
Se trata de acercarse más al individuo, aún más que la noticia. Es a través de la observación y retrato de las vivencias en un entorno, quizás demasiado aburrido para los reporteros al acecho su “rompimiento de normalidad”, que el cronista puede descubrir y documentar síntomas sociales de su época. En este sentido y haciendo honor a su naturaleza camaleónica, el cronista también hace las veces de etnógrafo y le aporta una fuente de datos y conocimiento al historiador del futuro.
La crónica, como su nombre lo indica, tiene que ver con permanecer en el tiempo. Carlos Monsiváis, escritor y periodista mexicano, la describe como la “reconstrucción literaria de sucesos o figuras, género donde el empeño formal domina sobre las urgencias informativas”. Mientras que la noticia, respondiendo al valor de novedad, tiene fecha de caducidad, la crónica se prolonga en el tiempo porque cuenta con la cotidianidad como materia prima.
Si hay alguna otra cosa que el buen periodista, ese personaje dotado de un “olfato” para lo oculto, pueda compartirle al cronista (o conviviendo ambos en una misma persona puedan ofrecerse mutuamente) es el ojo acucioso para mirar más allá y proporcionarle a la normalidad una dimensión nunca antes vista, porque como se ha señalado en reiteradas ocasiones, la razón de ser de la crónica es la de buscar nuevas historias, no en los canales que se han normalizado en la contemporaneidad, como Internet y las redes sociales, sino en los hechos domésticos de los que todos son parte y que ven pero no miran todos los días. Como diría el escritor peruano Julio Villanueva Chang: “La gente no busca historias porque quiere leer; la gente busca experiencias de vida”.
Pero la misión del cronista no se detiene solamente en presentar su realidad, con los matices que su propia subjetividad le dé. A veces se lanza en la misión de darle su voz, y sus letras, a quienes no pueden hacerlo. Un poco como el papel mediador que tiene el reportero ante las desgracias que, de vez en cuando, hacen protagonistas por algunos instantes al común denominador de la población mundial.
“El intento de darles voz a los demás —estímulo cardinal de la crónica— es un ejercicio de aproximaciones”, determina Juan Villoro, y cuando hacer inmersión en una dinámica social en particular, al mejor estilo de la etnografía, no supone una opción, sino que se busca realizar ejercicios de empatía o simple reconocimiento de realidades ocultas y de transmisión de realidades ajenas, lo más sensato para el cronista recae en la sencilla labor de escuchar y mirar bien a los personajes cuya historia quiere retratar.
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Sea el género que sea, escribir no es nunca una tarea fácil. Grandes figuras de la literatura más de una vez han tenido que atravesar obstáculos e impedimentos. Como los miedos que tuvo que superar Stephen King para crear las mejores historias de terror.