Las fotografías son memoria en imágenes, registran hechos, anécdotas, relatos y hasta la misma historia. Son documentos pero también pueden ser más que información. Algunos autores, como Manuel Álvarez Bravo, han logrado fotografías que van más allá de la memoria y ocupan un lugar preponderante en la historia del arte del siglo XX.
Sus fotos se reproducen una y otra vez tanto en publicaciones como en la red. Además de encontrarse en galerías y subastas de arte, su obra forma parte de las colecciones más importantes de los museos de arte del siglo pasado y se revisa con nuevas muestras y estudios.
Manuel Álvarez Bravo nace en la ciudad de México, en la calle de las Escalerillas, hoy Guatemala, el 4 de febrero de 1902.
Su abuelo y su padre, quienes hacen fotos y pintan cuadros, lo introducen en el arte desde niño. A los quince años trabaja en la Tesorería General de la Nación y por las tardes estudia pintura, literatura y música en la Academia de San Carlos.
En 1923 compra su primera cámara y conoce al fotógrafo de paisaje Hugo Brehme, con quien figura en la Primera exposición de arte fotográfico nacional, que se inaugura en agosto de 1928 y reúne a numerosos fotógrafos. El organizador, Antonio Garduño -conocido por sus retratos de boda- recibe el primer premio con una foto que parece “un magnífico óleo de Rembrandt”.
La comparación con la pintura es la norma de la época y el prestigio de un fotógrafo deriva de su labor artesanal en las impresiones, que deben parecer grabados. Sin embargo, los vanguardistas de los años veinte están en contra de esta estética pictorialista. Uno de los discrepantes es el estridentista Ramón Alva de la Canal, quien escribe que la exposición no es en realidad más que “un amontonamiento de cursilerías comerciales” y llama “rebuscado” a Manuel Álvarez Bravo. Para los periódicos de la época, el artista es un “aficionado” con “gusto de lo original” que produce imágenes de “encanto sencillo”.
A finales de 1929 Manuel Álvarez Bravo exhibe su trabajo en una exposición colectiva en el Teatro Nacional, hoy Palacio de Bellas Artes. La muestra es una gran ocasión para relacionarse con los artistas de su generación: escritores, pintores, escultores y músicos, que pronto se convierten en sus amigos y le ayudan a dejar “los trabajos de contabilidad y desarrollar lo más importante de su obra personal”.
A diferencia de los motivos amables de la exposición anterior, Álvarez Bravo muestra imágenes abstractas, fragmentadas y sorprendentes. Aunque sólo ha transcurrido año y medio, las nuevas fotos son a conciencia extrañas. El rarismo se debe a Pablo Picasso, a quien el fotógrafo rinde homenaje con la imagen de una pila de libros. El gusto por estas publicaciones indica su conocimiento de la tendencia del momento en Europa: la Nueva objetividad.
Según una crítica del pintor Francisco Miguel, lo objetivo “es la forma precisa de las cosas, sus detalles mínimos, el contorno lineal, el volumen cerrado, la sensación táctil”. Todas estas características se encuentran en las fotos de Manuel Álvarez Bravo, en las que además hay “una vaga y leve abstracción que dota sus pruebas con impreciso, pero intenso aroma poético”.
En la galería Posada, dirigida por el grabador y fotógrafo Emilio Amero, se inaugura en agosto de 1932 la primera exposición individual de Manuel Álvarez Bravo, ésta reúne 18 fotografías. Del conjunto destaca un ejemplo de la estética maquinista de los artistas-ingenieros, el Tríptico cemento. Obra con la que ganó el año anterior un concurso de fotografía que confirmó la importancia de la nueva fotografía mexicana, al premiar asimismo a Lola Álvarez Bravo y Agustín Jiménez.
También hay desnudos como: Niño orinando, imagen censurada en la exposición de 1929, que indica el estudio atento de la obra de Weston. Más cercanas a las fotografías objetivas europeas son las naturalezas muertas de objetos aislados como, por ejemplo: Pelo, que sacan las cosas de su contexto habitual y adquieren así una nueva vida por extrañamiento, a veces evocador del concepto freudiano de lo siniestro. Finalmente, hay numerosas fotos urbanas, detalles hallados en paseos por la ciudad de México, el espacio principal de sus imágenes más admiradas.
Manuel Álvarez Bravo descubre la fotografía callejera en un fotolibro de Eugène Atget publicado en 1930. Como escribe su amigo, el poeta Xavier Villaurrutia, encuentra en la calle tanto una temática como un método, los dos urbanos y modernos: “Un joven ha atravesado la ciudad de México, la ha descompuesto trozo por trozo para recomponerla y hacer de ella un todo, como un pintor cubista. Pero también la ciudad de México ha atravesado a un joven, se ha asomado a sus ojos”.
En 1945 Manuel Álvarez Bravo, quien entonces trabaja casi exclusivamente en la industria cinematográfica, realiza su más importante exposición retrospectiva: una revisión de dos décadas de fotografía reconocida dentro y fuera de México en colecciones, muestras y publicaciones con pocas imágenes, que casi siempre se repiten.
Aunque algunas fotos ya son muy famosas, considera su obra como un conjunto: “toda fotografía expresa parcialmente, es como una frase; cuando esta frase se junta a otras es cuando adquiere otra dimensión, permite alcanzar un sentido y la forma de todo”. Para él, “en la exhibición o en el libro se encuentra la expresión completa”.
Esta retrospectiva le permite hacer dos cosas: una exposición y un libro que además quedan muy bien por los recursos que aporta la Sociedad de Arte Moderno, una institución privada y sin fines de lucro -sustentada gracias a sus socios, escritores, artistas o actores, pero también a empresarios, profesionales y políticos- que tiene por objetivos la educación artística del público y el estímulo de la creación.
Manuel Álvarez Bravo muestra 109 fotografías sin enmarcar, ordenadas como series que se suceden, en un espacio remodelado para la ocasión con mamparas, cajas de luz, expositores flotantes, ampliaciones y grandes plantas de sombra, todo ello iluminado cuidadosamente. Una museografía excepcional de Fernando Gamboa, director de la sala y responsable tanto de la organización como del montaje de la única exposición fotográfica de la Sociedad de Arte Moderno, que obtiene el favor del público con más de doce mil visitantes.
En la entrada hay un aforismo del escritor barroco Baltasar Gracián, elegido por el fotógrafo: “cuando los ojos ven lo que nunca vieron, el corazón siente lo que nunca sintió”. La selección de las fotografías sigue esta máxima. Sorprende con imágenes en negativo, radiografías, encuentros inesperados… Y también conmueve, sobre todo con una extraordinaria serie sobre la muerte. Una secuencia que empieza por una de sus fotos más reproducidas, Obrero en huelga, asesinado; una imagen trágica y en apariencia definitiva que se transforma al lado de las otras fotos. “Al exponer, procuro que esa muerte tenga un sentido. Coloco a continuación otra fotografía con una flor que nace de un sepulcro”, dice el artista.
El catálogo debe ser tan importante como la exhibición. Como señala Manuel Álvarez Bravo, el libro “es lo que hace aparecer a un fotógrafo”. Pero el catálogo no fue tan innovador como el montaje de Fernando Gamboa. Diseñado por el artista y bibliófilo Gabriel Fernández Ledesma, el libro es más bien una antología de imágenes, quizá las mejores pero sin la coherencia de las series de la muestra. Contiene sólo treinta fotos, a las que se añaden otras tres en “copia fotográfica original” en una edición limitada de 115 ejemplares. Sin duda, una valiosa joya bibliográfica y una publicación de referencia en la historia de los fotolibros.
El catálogo incluye textos del fotógrafo y Gabriel Figueroa, Xavier Villaurrutia, además de Diego Rivera. Éste último considera “hipersensible” a Manuel Álvarez Bravo y asegura que su fotografía es tan emotiva como irónica, siempre huye de cualquier violencia, “hasta cuando trata de la muerte”, y “es mexicana por causa, forma y contenido”.
La obra de Manuel Álvarez Bravo es a la vez pública y artística. Por un lado, es reproducida en un sin fin de publicaciones de todo tipo, tanto en papel como en la red. Por el otro, se expone, colecciona y estudia igual que las mejores obras de arte. A muy pocos autores se ha dedicado tanta atención como a él. Lo demuestran las setenta monografías y catálogos reunidos, que representan sólo una pequeña parte de las exposiciones de sus fotos celebradas a partir de 1928 en galerías y museos.
Además, cientos de revistas de todo el mundo han publicado sus imágenes. Los carteles, las tarjetas postales (y , por supuesto, la red) las han llevado a todas partes, haciendo real por una vez la utopía del arte para todos.
¿Cómo es posible una difusión tan extraordinaria? El prestigio de las fotografías de Manuel Álvarez Bravo es global, pero su temática es más bien local, fundamentalmente México y sus habitantes, un mundo cotidiano convertido mágicamente a través de su mirada y su cultura en un mundo ideal compuesto de formas y significados universales.
“Aquí abajo todo es símbolo y misterio”, aseguraba Manuel Álvarez Bravo, para quitarse importancia. La versión de su viuda, Colette Álvarez Urbajtel, parece más ajustada. Según ha escrito, “Manuel infundía confianza. Tenía fe en el futuro. Sabía que la bondad y la belleza existen, cada vez más escondidas en un mundo más poblado, y que los artistas saben ponerlas de manifiesto”.