Bien dicen que los seres humanos necesitamos creer en algo más allá de lo evidente para poder continuar en el camino de la vida. Decir que una de las figuras en las que más creemos los mexicanos es Frida Kahlo, no es del todo una aseveración aventurada. El arte de Frida es amado u odiado, no hay punto medio, pero si alguien es sinónimo de México, es precisamente ella y no sólo por su obra pictórica, sino por todo lo que evoca como ícono.
En la actualidad, la pintora se ha convertido en uno de los estandartes del país, tan es así que es la artista latinoamericana más vendida, aún sobre Diego Rivera. Su vida y obra es fascinante para todo aquel que se adentra en ella, al grado de convirtirse en un importante símbolo feminista. Su dura vida ha sido inmortalizada varias veces; desde una cinta que hizo a Salma Hayek candidata a un premio Oscar, hasta relatos que van de boca en boca recordándonos que además de ser una pintora admirada y querida, fue un ser humano que luchó, vivió y se proclamó como un sujeto individual, con identidad propia y pensamiento crítico.
El amor del mundo hacia Frida es tan intenso como el que ella le tuvo a “su panzón”, tan es así que sus cuadros son exhibidos y admirados por tantas personas en el mundo que poco a poco la han convertido en un referente artístico mundial. Desembocando, incluso, en una empresa llamada “Frida Kahlo Corporation”, misma que vende sus obras y difunde sus relatos de vida; institución que seguramente Kahlo odiaría con todo su ser, ya que comercializarse de esa manera, iba en contra de sus creencias y fidelidad al Partido Comunista, al menos hasta que éste se tornó oscuro.
Frida era amante de cualquier tipo de revolución que se le pusiera en el camino. La mexicana tenía un fuerte deseo de lucha y apoyo hacia los campesinos, porque aunque no le tocó pelear, buscaba incansablemente la justicia entre los pueblos y el bienestar de su gente. Pero si hubo otra revolución que la marcaría eternamente: la rusa; ésta le dejaría una profunda huella hasta su muerte. Kahlo se unió al Partido Comunista en 1928, donde conoció a Rivera, quien la incorporaría al mural “Balada de la Revolución”, en el cuál ella aparecía con una estrella roja repartiendo armas. La artista amaba el partido y sus ideales, y creería en él hasta que en 1937, por las políticas represivas de las que fueran víctimas los rusos en los años treinta, se desafiló de este junto al muralista.
Stalin se había prometido desde niño que lograría vencer a todos aquellos que le hicieron la vida imposible. En la escuela, solía jugar en el patio hasta que alguien más llegaba y lo intimidaba por cualquier cosa. Él se había convertido en el blanco favorito de los bribones hasta que, al crecer, gracias a su profundo odio, terminó por convertirse en el dictador más despiadado de la Unión Soviética. Dirigió el país de tal manera que la brutalidad estaba presente en todos lados, era un ser mezquino y manejaba todo a su antojo y capricho. Su gobierno logró lo que pocos, matar millones de personas y exiliar a otro tanto a los campos de trabajo, donde recibían humillaciones y desprecio, hecho que no le agradó nada a los pintores mexicanos.
El dictador, en unos de sus miles arranques de locura, mandó a una horda de militares a buscar a León Trotsky y asesinarlo cruelmente. Éste, desesperado, no sabía a donde acudir, hasta que Frida y Diego le ofrecieron su hogar en México, lo recibieron entonces con un cuarto amueblado sólo para él y su esposa; templo don vivirían infinidad de aventuras, en especial Trotsky quien terminaría enrollado con Frida. Dejando de lado los rumores de sábanas y amantes, el político ruso partió de la casa de los artistas a una muy cercana, en la cual fue asesinado cruelmente. Diego y Frida huyeron a Estados Unidos odiando a Stalin por haber terminado con la vida de su amigo de semejante manera.
No obstante, tan sólo 14 años más tarde, la muerte llegaría también a la pintora para llevarse su alma, cuerpo y mente; pero dandole la oportunidad de crear una última pintura, la cual describe sus últimos días, la manera en que ella se sentía y por supuesto, la incapacidad de mover sus manos con la misma destreza que antes. El cuadro no sólo muestra una decadente mujer con pinceladas gruesas y sin definición. Contrario al resto de sus obras, presentaba a una artista cayendo lentamente y pasando sus últimos días con dolor y temor, a una Frida cansada y harta de la vida. Como un acto de resistencia a la muerte, decidió pintarse frente a un retrato de Stalin, lo cual iba completamente en contra de sus principios, o por lo menos, en contra de todo aquello que terminó con la muerte de su amigo y que le hizo a ella y a Rivera huir del país.
La relación de Frida con la política fue tan pasional como la que tuvo con el propio Rivera, pero con la Revolución y el partido fue eterna como pocas veces se pudo ver, y este cuadro lo demuestra. Ella solía decir que sus pinturas no eran surrealistas ya que ella no plasmaba sus sueños, sino su realidad. Vemos una Frida sentada frente a otra demostrando su ambivalencia personal; de igual forma, demostraba el dolor físico que cada vez se hacía más fuerte y cansado, y además, observamos cómo el amor podía superar todas sus expectativas. Por ello no es de sorprenderse que la imagen de Stalin frente a una decadente Frida sea uno de sus más íntimos y profundos sentimientos.
La decadencia de su vida, el desgaste físico y la debilidad de su cuerpo sólo podían compararse con su sentir respecto al partido. Las ideas que le atraparon desde el principio, que la hicieran creer en el cambio y en la Revolución estaban muriendo junto con ella. Ya no había emoción y Stalin era un dictador más que la había decepcionado, por ello, quizá Frida decidió esperar al final de sus días para no hacer un perfecto retrato del hombre que la desilusionó al grado de romperle el corazón, casi como lo hiciera Diego Rivera a lo largo de su vida.
Stalin fue un hombre que la deshizo y le obligó a dejar de creer en los ideales, aunque al final ella misma se diera cuenta de que los valores comunistas y las creencias no están en una persona ajena ni en un grupo político, sino dentro de cada individuo y en ella, al final de cuentas, estuvo muy presente.